Comienzo de El ruido del silencio, la novela en la que estoy sumergida, con la que lucho, intentando bracear con acierto para poder seguir manteniendo la cabeza fuera del caos. Respirando.
Ella.
Ella
es discreta, callada, diligente.
Algunas veces pregunta cómo se escribe una
palabra, tiene una letra tranquila, hace unos pulcros redondeles encima de las
íes, es puntual y las haches la mantienen en un continuo titubeo.
Participa
en todas las actividades que se proponen en clase y siempre, siempre, contamos
con su sonrisa.
A lo
largo de los años, en las clases de todo de los miércoles y jueves, no ha faltado
ni un solo día. Se sienta en medio de una mesa alargada, enfrente de un rayo de
sol que entra, oblicuamente, desde la esquina del aula, que nos reconforta a
todos mientras escribimos, mientras señalamos en el mapa los afluentes de un
río, las capitales de África o abrimos en canal el libro elegido del trimestre para
tocar las entrañas con las manos.
Al
principio, al comienzo de aquellas clases que empezaron una tarde de un octubre
ya remoto, acudía a la cita con los estragos de la desdicha en todos los
movimientos, en su mutismo y su lentitud, en su sonrisa indecisa y en la forma
resignada de pasar la hoja del cuaderno, pero, poco a poco, se fue integrando
en el grupo, adaptándose a los proyectos que se nos ocurrían, participando en
todos sin necesidad de animarla, y todas las compañeras observamos con alegría que los malos tiempos
ya eran agua pasada.
Y hace
poco, durante la tertulia que tenemos cuando, a media tarde, nos tomamos un
café, y la charla deriva hacia nuestras respectivas biografías, a problemas
familiares, a los tiempos vividos, a las fatigas que se pasaban en aquella vida
difícil, a los amores que no llegaron a completar el recorrido deseado, a la
desilusión de aquel deseo, Ella, dejó caer de nuevo, tímidamente, como disculpándose,
la dureza de su travesía, la tristeza que la acompañó durante demasiado
tiempo, el pequeño diario que llevaba para no olvidar nada de lo que le
aconteció, o quizá para olvidarlo al trasladarlo al papel.
Alguna
que otra vez, durante estos años, ya me había pedido que la ayudase a pasarlo a
un soporte más sólido. Que quería ofrecer su historia, algún día, a sus hijos,
para que la comprendieran, para que supieran la verdad, lo que ocurrió en
realidad, o quizá esconderla para siempre, convertirla en ficción, ponerle fin.
Yo no tomaba muy en serio su propuesta,
porque, ¿qué vida no esconde una novela, una epopeya, un largo camino hacia
Ítaca? Creemos que la nuestra es
especial, pero es una idea errónea y soberbia. Tanto escondite y misterio puede
haber en cualquier ser humano, en cada sueño, en todas las vidas.
Y pasaba el tiempo y le iba dando largas.
Pero
aquella tarde volvió a salir el tema de los recuerdos, de tiempos pretéritos,
me lo volvió a pedir, temí, por un momento, y dado que llevaba varios días más
ausente de lo normal, que recayera en el pozo oscuro en el que a veces se deja
caer, y recogí el guante.
Me trajo a clase, a la semana siguiente, una
carpeta con una treintena de folios cuadriculados, escritos por las dos caras
con bolígrafo negro y letra apretada. Contenían
parte de los recuerdos que le mordían el alma, apuntes que había ido
registrando por si el olvido se instalaba en su mente. Me ofreció la carpeta
con los folios manuscritos y me permitió bucear en ellos para extraer y
sedimentar la historia de su vida.
Y aquella misma noche, después de dar un nuevo
repaso al poemario que estaba acabando de corregir para publicarlo en primavera
y a la novela, recién comenzada, sobre los últimos días de mi madre, me dispuse
a leer las notas de Ella.
Y ahí empezó todo.
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