En paliativos.
Hoy es miércoles y viene
Aurora, la mujer del rebab. Llegará, se sentará en el rinconcito de siempre, de
espaldas a la ventana y dulcemente, muy despacio, se acomoda el instrumento y
ofrece su sonido relajante durante un buen rato. Es un instrumento muy curioso,
con una caja de resonancia pequeña, casi redonda y un mástil muy largo.
—Es el antepasado del violín—
me explicó la primera vez que vino. Es voluntaria y su manera de colaborar es
poniendo un poco de música en estas habitaciones habitadas por el dolor y la
resignación.
Lo utilizan como terapia
complementaria, las diferentes tonalidades musicales del rebab parece que
influyen positivamente en las emociones, en los pobres órganos del cuerpo y en
la mente. En Oriente saben mucho de eso
y la buena de Aurora, con su paz, sus ademanes tranquilos, su sonrisa tímida y
su forma de andar, como si se deslizara sobre las baldosas rojizas, añade a la
musicoterapia una eficacia que agradecemos.
Es una mujer muy morena,
demasiado delgada para mi gusto y los amplios vestidos que lleva siempre
acentúan aún más extrema delgadez.
Me ha comentado Celia, la
enfermera de noche, que Aurora se casó con su maestro sufí.
Luego, cuando se va, después
de tocar un par de piezas, siempre mirándonos, atenta a nuestra reacción, se
acerca a la cama o al sillón y nos acaricia la frente y el cabello y se despide
con una voz tan dulce como la música que nos trae cada miércoles.
Lo he comentado con otros
pacientes de esta ala del hospital y todos esperamos el día de la música y sus
palabras suaves.
Los miércoles también viene a
visitarnos Lydia, la psicóloga. Da unos golpecitos en la puerta y pide permiso
para pasar. Pregunta cómo nos encontramos y observa. Nos mira directamente a
los ojos mientras disimula, tocándonos las piernas o las manos. Observa cómo va
anidando en nuestras pupilas el temor, para los que sabemos, o la esperanza y
la impaciencia para el que aún no ha llegado a ese punto del juego en el que ha
descubierto claramente las reglas.
Ella, si no se le pide, no
descubre nada.
Yo también la miro hoy
directamente a los ojos.
Ya la veo mejor.
Ha tenido unos meses
difíciles, me han dicho que su novio la ha dejado después de bastantes años de
relación. Estuvo una semana sin hacer la ronda.
Parece que las aguas, poco a
poco, vuelven a su cauce.
Yo le digo que me encuentro
bien, hablamos de libros, de la película que ponen en la televisión por la
noche, me pone al corriente del informe de la doctora y me pregunta si hace
mucho que no ha venido Julián a verme.
—Sólo puede venir los fines de semana—, le
explico. Acaba de abrir la tienda de vinos y anda bastante agobiado.
Me aprieta un poco el brazo,
me sonríe, bucea de nuevo en mis ojos y se va.
Me traen la comida. Sopa de
calabacín. Pollo con puré. Manzana y yogur de fresa. Y un vasito de vino. Lo
pedí a la doctora y no ha visto inconveniente.
Lógico.
Un capítulo más de mi paciente novela El ruido del silencio. La visito poco, está algo enfadada y cuando me acerco a ella, orgullosa, se me resiste.
Tendré que tomarme más en serio las visitas.
A ver si en este año...
Tantos propósitos.
Y con tanto que leer!
Esos trabajos no hay que guardarlos, deben estar encima del escritorio y saludarlos con el bolígrafo cada día.Yo llevaré una rosa amarilla si hago una visita. Besos.
ResponderEliminarPues el jarrón ya lo tengo preparado con agua bendita para las rosas. Y amarillas! No se puede pedir más. Un abrazo.
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