29. Mi tienda china de ultramarinos.
Hace un año, más o menos, al lado de
la cafetería donde a veces desayuno, abrieron una tienda de alimentación,
aunque a mí me gusta más llamarla de ultramarinos, es una palabra que me lleva
en volandas por mi infancia y me ocupa la nariz con olores olvidados.
La tiendecita la lleva un
matrimonio joven. Son agradables, educados, simpáticos y tienen una niña
pequeña, muy despierta y alegre, que, a veces, se sienta en un rincón del local
para dibujar.
Son chinos.
Son chinos.
Algunos días, en la cafetería,
cuando tengo mi momento con un café y el periódico, al lado de un ventanal en
primera línea de sol, llegan “el chino” y su hija a desayunar. La pequeña se
acerca y me llena de preguntas y sonrisas. El padre cabecea levemente,
disculpando a la niña y se van los dos con el café y el cruasán para tomarlo en
la tienda.
Bajo de vez en cuando a
comprarles alguna caja de leche, la barra de pan que falta o un par de latas de
cerveza para alargar la noche.
El lunes, cuando
paseaba con mi perro, vi mucha gente alrededor de la tienda, una ambulancia
esperando y al dueño de la cafetería explicando algo a la policía.
Se habían confirmado mis
temores. Siempre pensé, cuando se hicieron evidentes su cortesía y amabilidad,
que sufrirían algún robo. No falla. La vida es así. El toro no contempla si al
que embiste con fiereza es vegetariano, si es alguien al que disgustan las
corridas. La vida no espulga hasta ese punto.
Le vi con el labio partido,
dos dientes rotos y una mirada de incomprensión dirigida al suelo. Tomaron
datos, buscaron huellas, ensuciaron aún más la tienda. Puro trámite.
Al día siguiente la mujer
intentaba recomponer el destrozo. Dejé a mi perro vigilando en la puerta y la
ayudé a archivar bolsitas de patatas y la lluvia de chucherías que alfombraban
el suelo.
Ella lloraba e intentaba
describirme el sinsentido del atraco. Que un par de chicos llegaron y, sin
mediar palabra, golpearon a su marido con una piedra en la cara y que,
aprovechando su estupor, consiguieron llevarse algo de dinero y botellas de
licor. Pero que, antes de irse, tiraron la caja registradora al suelo y el
contenido de algunas estanterías. Me preguntaba por qué. Pero yo no tenía las
respuestas.
Estupor y temblores.
Ya ha regresado el chino a
su tienda. Cuando voy, siempre me encuentro con la misma sonrisa y amabilidad
en su saludo, pero una sombra muy sutil en el fondo de sus ojos, en la pequeña
cicatriz del labio, refleja que aún no ha resuelto la incógnita.
Desde entonces, tres veces
al día, cuando bajo a pasear con Haro, doy vueltas y vueltas alrededor de mi
tienda de ultramarinos. Vigilando. Si vuelven, si osan arrojar su odio y su
mezquindad sobre este hombre discreto y bueno, mi perro y yo nos lanzaremos,
como ávidos justicieros, sobre sus huecas cabezas.
Esta mañana, al pasar por
la tienda en mi ronda habitual, han salido los dos, el padre y la niña. Mientras la pequeña acariciaba a mi perro, él me ha dado un papel.
- Es su nombre en chino- me
dice, “escritura china complicada, no sé hacer bien, pero más o menos así”,
continúa tímido.
Yo, sin saber leer chino,
lo he visto perfecto.
Y me he sentido, por un instante, reconciliada con la vida.
Y ahí seguimos Haro y yo.
De vigilantes, de justicieros de la ciudad.
Defensores de la ley y el orden.
Guardaespaldas entregados.
Guardaespaldas entregados.
Míngtiān jiàn
Puro sentimiento. Puro cariño. Pura impotencia. (El relato)
ResponderEliminarRecordando un feliz día de poemas, amigos, cervezas y la compañía de unos hijos. Cariño como colofón de aquel día. Todo irá bien, amiga, todo irá bien. (El marca páginas)
Ay, que se me han escondido las palabras debajo de no sé dónde. Que no dispongo de suficientes para decir algo. Sólo un beso. Sólo que ya saldrá el sol.
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