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i se te ofrece algo, silba— le sugiero a mi marido para
dejarle a él la iniciativa.
—Yo voy al salón a ver si acabo de planchar—añado.
No plancho. No tengo ganas. Sólo me siento en el sillón
amarillo, el más cercano a la puerta del pasillo, a esperar su silbido.
Le oigo rebullirse en la cama— de un momento a otro
chifla— me digo a mí misma, emocionada e impaciente.
Pasados unos minutos el rumor de un ligero ronquido
torpedea con áspera desilusión mis oídos.
Me pongo a planchar.
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