Foto tomada de la red.
Viajo bastante. Por trabajo
y por placer.
Me gusta moverme, pisar,
patear el suelo.
Recorridos cortos o largos.
Todo me vale. Acumulo paisajes y sensaciones.
Tomo el coche y enfilo el
primer callejón que encuentro y me dejo conducir donde me lleve el camino.
Descubrimientos. Árboles de
otros colores y formas. Nuevas aguas.
Hace unos meses me
regalaron un GPS. Yo no soy partidaria de nuevas tecnologías, impaciente y
nerviosa, no me pliego a las exigencias de esas excitantes, para muchos,
novedades.
Fue en un viaje a Córdoba.
La voz metálica y cansina
de la mujer me indicaba cuándo “tomar la tercera salida a la derecha en la
próxima rotonda” o “seguir la ruta durante 60 Km”.
Muy atenta, me advertía de
un “posible radar móvil”.
En el viaje de vuelta ignoré
sus indicaciones y tomé otra ruta que creía mejor, la de siempre, soy mujer de
costumbres a pesar de todo.
Me pareció que, con voz
irritada, me corregía y en una curva noté en mi antebrazo derecho el impacto de
una pequeña lluvia de salivilla. Como si me hubieran escupido.
Hasta llegar a mi destino
me escupió tres veces más.
Seguí fielmente sus órdenes
en el próximo viaje que tuve que hacer a Santander por motivos laborales. La
encontré atenta, paciente y hasta cariñosa. Cuando dijo “ha llegado a su
destino” intuí incluso una sonrisa amistosa y cordial.
Y no volvió a escupirme
más.
Este verano fui a Lisboa a
la boda de unos amigos. Me confundí varias veces a pesar de sus indicaciones y,
poco antes de llegar, ya de noche, me reprendió. Juro que cuando dijo “ha
llegado a su destino” el tono de su voz,
más pausada de lo habitual, era de recriminación, de desaliento, como
una madre ante la evidencia de la inutilidad de su hijo.
Me acosa.
Cuando quiere humillarme,
hacer patente su superioridad, baja mucho el tono de voz, condescendiente, como
disculpando mi torpeza, me susurra la ruta con retranca y hasta creo escuchar
al fondo de no sé dónde una risita solapada.
Hay veces que pierdo los
estribos y grito y es entonces cuando ella calla, no habla, no habla durante
días, me deja hacer, me ignora, pero yo oigo, de vez en cuando, un suspiro de
resignación.
Y es entonces cuando siento
estos remordimientos que no me dejan vivir.
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