Es lo primero que veo cuando despierto por las mañanas.
Abro los ojos y veo los suyos fijos en mí, cariñosos y
expectantes.
—¿Qué, dispuesta al paseo?—parece querer decir… y sonrío.
Lo primero que hago al despertar y verle es sonreír.
Y eso me gusta, eso está bien.
Si dudo, si vuelvo a cerrar los ojos o cojo el libro, me
calzo las gafas y me dispongo a leer un rato, él se acomoda, pegadito a mi
costado, da un profundo suspiro y se duerme de nuevo.
"Todavía no es la hora", supongo que pensará.
Yo pospongo ese momento, por puro placer.
El vientecillo de primera hora de la mañana pasa sin
obstáculos, en línea recta, y me refresca los pies, leo un par de hojas del
libro sin dejar de sentir el contacto de mi chico, su respiración tranquila,
regular, con suspiros más largos y victimistas, como recordándome que no me
demore demasiado en pamplinas porque necesita levantar la patita y pasear al
final de la correa, seguro del control de su amiga, a la que esperará en algún
recodo del camino cuando escape a su campo visual, convencido de que ella no le
quita ojo durante el paseo, orgullosa y sonriente, hipnotizada ante la dulzura
y el poderío de su cuerpo de algodón, plateril, del andar cadencioso y chulesco
de sus patitas de perro con pedigrí añejo, del movimiento enloquecedor del
rabillo cuando se cruza con alguien que le produce gozo.
—Haro— le llamo de vez en cuando, porque necesito
pronunciar su nombre, por ver si se reconoce mío. Y él vuelve la cabecilla como
si fuera un resorte programado y yo le regalo un te quiero que asume con total
dignidad e indiferencia y prosigue su camino con la cabeza un poco mas erguida,
más chispero si cabe, seguro de su poder ante la mujer que sujeta la correa, la
que se supone que manda, pero que sólo es la más rendida sierva, agradecida y
sumisa ante el que cada mañana, al despertar, le provoca un sonrisa que le
ilumina el mundo.
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