Salindé
El día se levantó con el rostro manchado
de todos los grises posibles.
Pero las niñas del poblado reían
como si un sol ardiente cosquilleara
sus cuerpos libres y morenos.
Les habían prometido una fiesta.
Sus madres les acababan de retocar el peinado ekai,
y rematado las trenzas con bolitas de colores.
Ya se oía la música y las pequeñas
bailaban detrás de las chozas.
Era el día elegido en aquella aldea de Sudán.
Las mujeres preparaban sorgo rojo y fríjoles
y los hombres, sentados en corro,
agasajaban a los que habían venido de otros lugares,
con cuencos llenos de pescado seco y arroz.
Las niñas del poblado y las recién llegadas
jugaban saltando sobre unos troncos de teca.
Se tocaban el peinado y se intercambiaban abalorios.
Comparaban el dibujo multicolor de sus camisas.
El cielo continuaba, terco, con su manto de niebla.
Un buitre sobrevolaba, en círculos cada vez más
ambiciosos,
el perímetro de la aldea.
La mañana caminaba lenta y muda, arrastrándose
sobre las esterillas y las hojas de palmera.
La música se fue disipando entre las callejuelas de
mentira
y las niñas detuvieron sus cánticos y sus saltos de
alborozo.
Las apartaron del grupo y las llevaron
al barracón del final, aquel donde unos gallos negros
habían sido sacrificados la noche anterior.
En las paredes de adobe de la choza se adivinaba
la sangre seca de la ofrenda.
Olía a vísceras antiguas y a tierra hambrienta.
Las mujeres las desnudaron, mientras la vieja buankisa
esperaba impaciente, con los brazos cruzados
y repletos de pulseras, el comienzo del ritual.
Las niñas se miraban, intentando tapar,
con el biombo de sus pequeñas manos, su incipiente
desconcierto
y la sonrisa se les escapó, como volutas de humo,
por el techo inexistente de la cabaña.
Todo fue rápido. Inexplicable.
Una a una, fueron inmovilizadas,
en aspa las extremidades,
una interrogación sin respuesta en sus ojos agónicos
y un alarido que marcó su destino para siempre.
¡Calla!, ordenaba la buankisa con un dedo acusador.
¡Calla! ¡No llores!
La niña mira, a través de la abertura
que le deja el trapo sucio
con el que su abuela le tapa la cara,
el cielo ajeno y tranquilo.
Le parece mentira que no haya nubes ni ruido de tormentas.
Cierra los ojos para que no duela.
No llores, le grita la mujer,
con ruido de dientes apretados y saliva agria.
Siente un frío rojo entre sus piernas,
un sobresalto de miedo. Un desamparo que no comprende.
Se acuerda de naranjas amargas,
del juguete que le trajo hace mucho un amigo de su padre,
se acuerda de la piel áspera, pero amable,
del árbol que hay junto a su cabaña.
¡Calla!, no puedes llorar. No debes.
Su abuela le retuerce los brazos y la niña
no escucha ya a su madre que,
tras unirle las piernas con un trozo de tela,
se dirige hacia su hermana pequeña.
Sollozan, ya sin
reparo, encogidas,
las tres niñas venidas de otros lugares.
La buankisa continúa con su trabajo ancestral,
en las manos la cuchilla ensangrentada,
los dedos manchados de ignorancia y yodo,
en sus movimientos enérgicos e impíos,
la soberbia de su prestigio. La borrachera del fanatismo.
Los gritos de terror, el sonido estúpido de la barbarie,
los llantos enmudecidos, la rendición,
han dado paso a un silencio plúmbeo y quieto,
como el cielo de aquella mañana.
En aras de la tradición,
las cinco niñas mutiladas se adormecen,
apoyadas entre sí, sujetando el temblor y el llanto,
sin color los abalorios de sus trenzas enhiestas,
sin futuro su futuro, negadas al gozo, al placer y a la
risa.
Su infancia ya es olvido.
Ahora son mujeres. Están
purificadas.
Forman parte de la tribu.
No deben llorar.
Silencio.
https://www.facebook.com/watch/?v=351558336195137&extid=IGU4ke7OiYCEsR6A
(Poema incluido en el libro Palabras en silencio, correspondiente al XI Encuentro Oretania de Poetas. La Solana 2019).
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