La escritora
no está en su mejor momento. Su madre ha muerto. Ha sido abuela por partida doble. Está angustiada. No puede
escribir. Intenta corregir su último poemario que está casi acabado. Tiene cuadernos llenos de notas
escritas durante la enfermedad de su madre, las estancias en el hospital y los
instantes de dulzura que le inspiran sus nietos. Sobre sus pasos por el borde
del precipicio.
Ella, una
alumna de sus clases, le entrega unos folios sobre su vida. Quiere una opinión. La escritora lo acepta para ver si sale de su
obstinada pasividad. Para hacer algo.
Llama a su
madre por teléfono y le deja mensajes que no podrá escuchar.
Se demora en la venta de la casa familiar.
Cuando llega
el tiempo de recluirse, sabe que es allí donde tiene que esconderse, para
cuidar de la planta, que comienza a florecer, para despedirse definitivamente y para
comenzar a escribir la novela sobre las historias encontradas en los diarios de
su bisabuela.
Y para
esperar, ya tranquila, el amor de J.
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