Cuando mi madre estaba embarazada de mí, mi padre la metió
en un pozo.
Era una apuesta absurda.
Y él la aceptó.
Y mi madre lo secundó encantada. Hasta tal punto confiaba
ciegamente en su marido.
Convenientemente sujeta, con la maroma enroscada a su
cuerpo abultado y los brazos de mi padre, se introdujo en la apuesta.
Por él. Para que saliera triunfante del desafío.
Salió sonriente a los pocos minutos.
Yo nací a los dos meses.
O eso creyeron.
Y aquí estoy, viviendo en falso para no darles un
disgusto.
Ignoran que continúo allí, en aquel pozo ávido y sombrío
donde reina la soledad y el silencio.
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