Imagen tomada de la red.
Llevo años rogándote lo mismo, que quiero que me escuches cuanto te hablo. Que me contestes.
Te miro a los ojos, me fijo con ansia en tus facciones
por ver si noto algún cambio, alguna reacción a mis palabras. No me importa si
me das la razón o me contradices, de verdad, te juro que me daría igual.
Llevo años pidiéndote, algunas veces con lágrimas en los
ojos, que me des una opinión sobre lo que te pregunto o que te quejes del
tiempo o del precio de la vivienda, o si estás contento con la forma en que he
decorado la casa… que compartas conmigo si estás triste o te inunda la alegría.
Hoy viene Marta a
comer, tiene un par de horas libres porque se han anulado dos clases y en lugar
de quedarse vagabundeando por la Universidad va a venir a vernos. Está muy
preocupada por el rumbo que está tomando el asunto de sus padres y me temo que
va a influir malamente en su vida.
Adoro a esa niña.
Cuando nació pensé que aunque sólo fuera mi nieta y el peso de la educación no
fuera, obviamente, de mi competencia, haría lo que fuera para intentar llevarla
obligatoriamente por el camino de la felicidad.
Me dije que ésa sería mi tarea, mi objetivo, mi obra.
Pero es muy
difícil, sobrevaloré mis poderes y mis buenas intenciones.
La vida es tan
compleja, tan jodida, tan sibilinamente juguetona con las personas, que me temo
fracasaré estrepitosamente.
Con mi hija no me
planteé el asunto hasta que fue demasiado tarde. Cuando se enamoró de Alberto,
y de qué manera Dios mío, yo estaba ilusionada como ella, hasta que empezó a
venir a casa, hasta que columbré espantada que la historia se iba a repetir.
Intenté llamar su
atención, le abrí mi corazón de mujer por primera vez por ver si despertaba,
grité de impotencia, sin caer en la cuenta de los efectos secundarios del amor.
Fui bastante torpe, pero era mi hija y yo quería que fuera feliz, simplemente
eso. No creo que fuera mucho pedir.
Cuando ves que mis ojos no reflejan ninguna luz, cuando
me oyes suspirar tan hondamente, como queriendo aplastar entre los pliegues de
la barriga el tedio, cuando alargo el cuello esperando una respuesta a mis cada
vez más débiles intentos de buscar vida en nuestra vida, ¿qué piensas?,
¿piensas?, ¿no te produce una pizquita de pena?
Cuando venga la
nena, mi Marta, le hablaré, mientras tomamos un café, recogida ya la mesa y
cuando te vayas a dormitar al salón, de la vida.
Tienes la
obligación de vivirla toda, entera, sin concesiones— le diré— no dejes de
amarte ni un segundo, tanto, que sólo aceptes a tu lado a alguien que
multiplique ese amor, que te recuerde en cada mirada y en cada roce tangencial
de la piel la voluptuosidad de las mañanas o de las noches de invierno. Que te
mantenga conectada a la risa.
No te preocupes
por tus padres,—la tranquilizaré—, no va a ocurrir nada, es un pequeño
movimiento sísmico en su relación de pareja, pero tan pequeño, de tan poca intensidad
que no va a demoler paredes ni a remover cimientos,
Todo seguirá
igual, hasta el próximo seísmo que quizá ni se produzca, porque tu madre
comprenderá, mi preciosa Marta, que ningún intento de rebelión por su parte
será tenido en cuenta, que ante la nada
no se puede hacer nada.
Hoy estoy un poco triste, me apetecería pasear, sentir el
frío de esta mañana de Marzo cuartearme los labios, bailar la espalda contra la
corteza de cualquier árbol y oír la sinfonía que se expande en el aire al pisar
las hojas caídas que alfombrean el paseo. Tengo miedo a la muerte cariño, dime
que soy tonta, que todavía nos queda mucho por vivir, que me apresure a hacer
las maletas para irnos, así, de pronto, sin pensarlo, a algún pueblo frío y
pequeño de cualquier ciudad, la que sea, para que ese recuerdo fije, como un
clavito, un retazo de vida compartida, ¿te apetece?... ¿que soy una loca? ¿Qué
me ponga a hacer la cena? ¿que buena gana de pasar frío pudiendo estar en cada
calentitos? Pues sí, puede que tengas razón, voy a hacer la cena.
Me ha llamado
Paula. Que qué tal, que si hemos ido al médico, que si Marta viene a comer y
qué le voy a poner, que si Albertito ha suspendido mates. Rodeos. Es incapaz
esta hija mía de decir, mamá no me río, no me levanto con ganas de gritar, miro
el reloj con rabia cuando sé que está a punto de llegar, mamá no puedo odiarle
porque es bueno, me aburro, no me río, mamá, no me río…
Paula es
orgullosa, sufre, está vacía y yo no voy a decirle que se lo dije, se lo
advertí, que lo veía en casa, que me veía a mí, con los ojos perdidos en algún
sitio lejano, pero parapetados detrás de los cristales de la ventana, de esa
abertura-celdilla, símbolo de las mujeres infelices.
Me oías suspirar,
hija, me veías impotente, incluso, al principio de los tiempos, quejarme.
Luego ya no, para
qué; me zambullía en períodos de incuria o me procuraba mis zambras íntimas,
solitarias, locas, para distraer los celajes de mi alma.
Y sí, tienes
razón, las mujeres nos acobardamos de la misma manera si nuestro compañero es
violento como si es bueno, ante las dos etologías nos quedamos desvalidas, las
dos son tremendamente castrantes. Ante las dos nos acobardamos y ante las dos,
culpables, nos dejamos querer. Y morimos.
Me molesta que me mandes callar, podemos hablar sobre ello,
creo que en este caso llevo razón, pero si tú crees que no es así, pues
desgráname tus razones, conversa, dame otra visión del asunto, la tuya, me
gustaría tanto conocerla; mientras me intentas convencer pasaremos un buen rato
hablando, intercambiando palabras, mirándonos a los ojos. Pero no me mandes
callar con ese gesto ambiguo de la mano, como si espantaras una mosca que te da
asco.
Hoy viene Martita
a comer. Le voy a hablar de la vida. Me escuchará. Tiene que hacerlo, no puedo
fallar con ella, no permitiré que mi niña cometa ese error, no dejaré que
arruine su vida.
La quiero tanto.
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