sábado, 12 de abril de 2025

Eso que llamamos vida.

Esta mañana, temprano, con el susurro de Leonard Cohen bailando entre mis dedos y mi garganta, he estado colocando el desorden de mi biblioteca. Hojeando y ojeando. En la gloria. Me detenía de vez en cuando para darle un pequeño sorbo al café y admirar tanta vida entre las estanterías. En una de esas caricias, se me ha caído mi poemario Piel y ha quedado abierto, como sorprendido, abrazado a un montón de libros que esperan, pacientes, su acomodo. Y lo recojo, con mimo, como al hijo que tropezaba nervioso en sus primeros pasos. Y leo. Y vuelvo a recordar: que era una niña solitaria, que me gustaba pasarme las tardes viajando sola por mi imaginación, mirar por las noches la línea del horizonte, con aquel cordel de luces chiquititas y nerviosas que me encelaba a pensar otros mundos, o sentarme, junto a mi abuelo, a leer los libros que me ofrecía.

Que me gustaba hablar con las hormigas.
Que tuve una amiga especial. La hija del dueño de un circo que se desplegaba al lado de mi casa cada año, a comienzos de septiembre. Que nos hicimos amigas, que éramos las dos de silencios y miradas perdidas. De sentarnos en la escalera de su carromato, y comernos la merienda contemplando las tercas vueltas del tiovivo iluminado; los osos gigantes de peluche y las muñecas rubias, mecidos por el viento, como premio a la puntería en las dianas engañosas de la tómbola, ofrecidos al niño afortunado que los abrazara; y la velocidad con que aquella mujer gorda, con un moño enorme y una rosa de plástico plantada en él, enredaba, alrededor de un palo, el rosado y goloso cardado del algodón de azúcar.
Que mi amiga sin nombre murió una tarde larga. Antes del anochecer.
Que su madre, cuando se dio cuenta de mi presencia, esperando al pie de la escalera metálica del carromato, con un trozo de pan, ya duro, en la mano, me dio un beso entre mis trenzas deshechas y me señaló, con su dedo de luto, el camino hacia mi casa.
Y, que les hice un poema, a ella y a las hormigas, muchos años después. A mi abuelo sabio y a las tardes mojadas de los domingos, al vértigo del carrusel y al olor de mi padre. Al amor de aquel verano y a los sueños rotos.
Es este poemario que tiembla ahora entre mis piernas. Lo titulé Piel, recordando que la piel es de quien la eriza, y en él me abrí el pecho con las dos manos, para intentar mirarme los recovecos. Para no olvidar.
Cohen ha terminado, se ha quedado el café frío, Chewie, mi pomerania, asoma el hociquillo para recordarme que hay que salir al desahogo, y yo me levanto, coloco el poemario en el hueco que le corresponde y salgo a la mañana de este abril que duda, como yo, detrás de mi perro, que va dejando su impronta y su dicha al pie de todos los álamos que bordean la avenida. Y miro al pico del ciprés más alto y le pregunto si él tiene, desde allí arriba, la explicación a esto que llamamos vida.




miércoles, 9 de abril de 2025

El abrigo era rojo

Veo esta foto y me llega el olor de esa mañana. De todas las mañanas de cada seis de enero, cuando mis tíos me llevaban al Circo Price. Después de la sorpresa de descubrir todos los regalos dejados por sus Majestades de Oriente, me esperaba un desayuno en Madrid y disfrutar de una sesión de circo. Tan deslumbrante, tan mágico, tan luminoso y sorpresivo.

Me costaba un poco dejar los juguetes y, sobre todo, los cuentos troquelados que me habían traído los Reyes. Más de un año me empeñé en llevarme alguno, sentir en la mano la magia, creerme segura ante el milagro del descubrimiento. Me sigue ocurriendo. Mis bolsos pesan mucho, que cómo puedo soportar tanto peso me dicen los amigos, pero no es peso lo que yo siento, sino la seguridad de que, si ocurre algún imprevisto, algún parón en el recorrido, yo puedo meter la mano y sacar un nuevo giro a la vida, una sorpresa, un añadido al tedio, una tabla de salvación. Un libro.
La foto es de un año en que mis tíos aparecieron con dos niños más y fue más emotivo el recorrido por Madrid y la sesión de circo. El chico es Ricardo, guapo y desenvuelto, pero no recuerdo el nombre de la niña y, me temo, que ya no queda nadie a quien preguntar.
La foto detiene el instante de una mañana lejana, a través de ella, puedo escuchar el velo de niebla del nuevo año, puedo oler la felicidad.
El número de los payasos nunca me gustó demasiado, prefería el despliegue del elegante desfile de caballos y, sobre todo, los trapecistas. El vuelo hacia lo imposible, la zozobra de alcanzar la mano que te sujeta, el triple salto mortal.
A lo largo de la vida, nos enfrentamos a muchos saltos mortales, demasiados y los vamos superando con esa misma zozobra del comienzo. Y, siempre, sin ninguna red bajo nuestros pies que nos asegure salir triunfantes del lance.
Cuando paso por esta plaza de Recoletos, me detengo en este mismo punto de la foto, esperando escuchar la voz de esa niña del pañuelo en la cabeza, intentando adivinar lo que decía su mirada. Pero ya ha cambiado el color amarillo de aquel instante. Ya es otro olor, más cansino, menos armonioso.
Ya es pasado.
Recuerdo que el abrigo era rojo.









lunes, 7 de abril de 2025

De ansias y sosiegos

 

Hoy me he despertado con todas las ansias del mundo rodeándome, con sus dedos largos y fríos, la garganta, raspándome la piel desnuda y despojándome de las ganas de mirar al futuro.
Susurrándome maldades al oído.
He tomado un café huérfano y he buscado las zapatillas de huir.
Me voy a la calle. Al parque. Sola.
He bajado andando los trece pisos. El ascensor, a estas horas, se pone loco y ya sé que, por supersticioso, le cuesta subir a buscarme.
La mañana, tengo que reconocer, está preciosa, enorme, azul como una naranja. Crece ajena a mi tormento, a mis ansias extraviadas, a mi sinvivir.
Pero la disculpo. Cada cual tiene que luchar por su quietud. Por sus sosiegos. Sálvese quien pueda.
Comienzo a correr, con gafas de sol, para no ver a nadie, con unos diminutos cascos para no escuchar zumbidos de hojas ni sinfonías de pájaros, con los brazos replegados para evitar el roce del aire.
En el parque, algarabía de perros. Me acuerdo del mío. Lo he dejado mirándome desde un rincón del salón, abatido y resentido por no invitarle al paseo. Ya se lo explicaré luego. Pero mi huida era sólo mía.
Me hago daño en la pierna al subir una cuesta sembrada de piedras y conflictos. De eternas dudas.
Casi una hora me demoro recorriendo sendas, buscando el atajo que me lleve. Sorteando malos presagios.
Y poco a poco, lentamente, el sosiego. Lo voy respirando, me va llenando de esperanza los pulmones, diviso chiribitas de días predilectos, de bocas curvadas hacia el cielo.
Me detengo al lado de un árbol cualquiera del parque. Le abrazo, le cuento que voy viendo la luz, le descubro mis miedos, mis desencantos y mis cuitas. Calla discreto. Me escucha atento. No se pronuncia.
Pero me pide que nos hagamos una foto.
Luego, en casa, al mirarla, veo que no ha salido muy favorecido y, por respeto a él, no la pongo.
Me refugio en las palabras y en el dibujo y veo que aún queda algo de rencor en la mirada.
Amigos, gente guapa, os deseo un lunes feriado.




jueves, 3 de abril de 2025

En este momento no le puedo atender.

 "Ha llamado al…, en este momento no le puedo atender, si lo desea puede dejar un mensaje después de oír la señal. Gracias.

-Buenos días, mamá.
En cuanto desayune y baje a Chewie me acercaré a tu casa".
Cuando murió mi madre, sentía cierto alivio en llamar a su teléfono, imaginarla andar por el pasillo, con esa prisa ansiosa que da el temor de no llegar a tiempo a atender la llamada, secándose las manos de alguna labor que estuviera haciendo en la cocina, o levantándose de la mecedora, con dificultad y dejando el mando de la televisión en el brazo del sillón... diga?
-Buenos días, mamá, está lloviendo mucho, no se te ocurra salir hoy a la calle. Mamá, la niña ha aprobado el examen de historia. Mamá, mi último poemario está gustando mucho.
Todo esto lo cuento en mi novela El ruido del silencio. Todo esto y más, cuento todo lo que quedó por decir, todo lo que aconteció después de su partida, aquello que le hubiera gustado saber, transmitirle ese abrazo que se quedó sin dar..., curarme.
Contarle lo que ocurrió con su tronco del Brasil, que murió el mismo día que ella y, poco a poco, desahuciado ya, quiso regalarnos el recuerdo de sus días felices.
"El otro día dejé el balcón abierto para que tu planta se vaya recuperando de la tristeza y de la oscuridad. Para que viva por ti. Una tarde me pareció ver una gota de verdor en el extremo de esa mole de abandono, me subí a una silla para comprobarlo, creí que sería el deseo de verla de nuevo florecer y sí, como si fuera un milagro, un pezoncillo de vida se abría paso entre el capullo de hojas secas. Le he preguntado a Lolo lo que tengo que hacer para intentar recuperarla y, si lo consigo, me la traeré a casa cuando se confirme la venta.
Dejé preparadas todas las fotos enmarcadas que tienes en tres montoncitos, para que mis hermanos se lleven cada uno las suyas, los cuadros que sé que quieren conservar y unos cuantos juegos de sábanas de encaje antiguo que me pidieron mis cuñadas.
Mamá, ayer me volvieron a llamar de la inmobiliaria, tienen un comprador y parece que tiene prisa. Les dije que, por lo menos en unos días, no vamos a estar. No les dimos nunca las llaves para que enseñaran la casa por su cuenta. Mis hermanos y yo, sin necesidad de decirlo con palabras, obviamos ese trámite. Tampoco ellos nos las pidieron, creo que adivinaron nuestra poca disposición, que necesitábamos tiempo y esperarían para pedirlas en el próximo encuentro. Pero no ha habido un nuevo encuentro y todavía no tengo el cuerpo para ello.
No te preocupes, venderemos la casa, está en un buen sitio y tendrá muchos pretendientes, por eso no habrá problema. Pero tenemos que esperar a que vuestra presencia no impida que la habiten otras personas. Aún estáis allí".
Hoy, esta mañana de abril, también llueve y, con el segundo café, he estado leyendo de nuevo la novela. Ya no llamo por teléfono a su recuerdo, ya han pasado más de siete años. Tengo, digo en el capítulo final, los brazos llenos de caricias que ya no sirven, pero sigo escuchando aquel ruido, aquel aullido en medio del silencio de aquella madrugada en el hospital, en que, sin querer abrir lo ojos, adiviné que acababa de quedarme sin la barandilla donde me apoyaba, ya para siempre.
… en este momento no le puedo atender, si lo desea puede dejar un mensaje..., soy yo, mamá, la loca, como me llamabas a veces, decirte que tienes unos nietos preciosos, que tus hijos están bien, que he escrito una novela en que te cuento, que sí que me cuido, que sí que sigo estando un poco loca, que sí que soy feliz... mamá, te quiero.




domingo, 30 de marzo de 2025

Hay sábanas tendidas

Se llamaba Paco. Me veía pasar con libros en la mano por delante de la gasolinera que había cerca del instituto donde yo estudiaba. Él era el gasolinero. Moreno y guapo. Un día me estaba esperando a la salida de clase y se ofreció a llevarme la pesada mochila. Así estuvo durante todo lo que quedaba de curso. Mi bello y silencioso porteador. Más tarde, durante los meses de verano, yo iba a casa de un primo de mi padre a practicar con la máquina de escribir. Estudiaba también taquigrafía y mecanografía. Y, aún no tenía máquina propia. Paco me esperaba en la esquina de mi casa, me acompañaba por toda la calle Marcelo Usera hasta principio de Legazpi, donde vivía el primo Gregorio. Se sentaba en un escalón del portal y esperaba paciente una hora hasta que yo bajaba, hartica y gozosa de aporrear las teclas. Y volvíamos a mi casa en silencio.

Una mañana de domingo mi madre miraba con insistencia por la ventana de la cocina.
-¿Qué miras, mamá?
-Ahí, que hay un muchacho mirando mucho a las sábanas tendidas, a ver si me las quiere robar.
Vivíamos en un primero y mi madre había tendido al sol de agosto unas maravillosas sábanas blancas con un encaje grande y orgulloso, eran las sábanas de su noche de bodas. Una joya para ella.
Y me asomé.
-Mamá, es Paco, el chico que me acompaña cuando voy a casa del primo Gregorio.
Yo tendría unos catorce o quince años.
No recuerdo cuánto más duró el acompañamiento ni cuando dejamos de vernos. Pero pasaron unos seis años hasta que le ví de nuevo.
Yo salía de trabajar y ahí estaba, esperándome, como en aquellos tiempos remotos. Como si, de un momento a otro, fuera a extender sus manos para llevarme la mochila llena de libros.
-Me he enterado que te vas a casar. (Teníamos una amiga en común, ella se lo habría dicho)
-Sí.
Dudó, miró al suelo, seguía siendo de pocas palabras.
-Yo pensaba... bueno... pensaba que te casarías conmigo.
Ha pasado medio siglo. Que se dice pronto. Y, a veces, cuando tiendo las sábanas para que ondeen libres al viento de mi piso trece, para que sepan del goce de volar, miro a la calle por si Paco está mirando, por si, en su línea, en su forma de entender una relación, se acerque a mí una mañana, cuando baje a pasear a Chewie, mi querido pomerania, y me diga, bajando los ojos al hormigón rosa de la acera, que él pensaba que celebraría conmigo las bodas de oro.
Todo esto se lo voy contando a Chewie mientras recorremos, a paso lento y gozando de este último domingo de marzo, las calles de mi Leganés.
Luego, le cojo en brazos, le señalo el final del paseo y le digo, mira, Chewie, ¿ves allí, a lo lejos, detrás de aquel ciprés altivo y loco?
Es la vida.



jueves, 27 de marzo de 2025

Por donde entra la luz

Quiero llorar porque me da la gana, dijo un día Lorca.

Y así estoy yo, con el segundo café y restregándome las lágrimas. De cansancio, de gozo, de vértigo y de felicidad. Desde el viernes pasado cada día ha sido feriado, mordido con ansia de loca. Almagro, Almodóvar del Campo. Montiel. Anteayer, la puesta de largo de mi poemario Por donde entra la luz. Arropada. Muy arropada. Ayer, un acto reivindicativo y necesario. Duro. De violencia, prostitución y trata. Con Isabel Valdés y Mabel Lozano. Mañana, el sexagésimo quinto encuentro de poesía, en mi casa cultural de Castilla-La Mancha.
Hoy, asimilando la dicha y llorando...
Quiero llorar porque me da la gana,
como lloran los niños del último banco,
porque yo no soy una mujer, ni una poeta, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado




















jueves, 20 de marzo de 2025

Aún te recuerdo

Nací en un terreno extendido y se me siguen encendiendo los ojos en la soberbia de sus atardeceres. He vivido en siete casas, pero siempre me gusta volver a mi hogar. Me he enamorado pocas veces.

Aún te recuerdo.

Salté de un tren un segundo antes del choque inevitable y he visto casi todo. Me gusta perderme entre árboles. Me gustan mucho los árboles, el misterio de las esquinas y el silencio. Me cuesta olvidar un desencuentro. Me aterroriza la hora de dormir y continúo así al despertar. No imagino vivir sin libros, sin cinco bolígrafos escondidos en la mano y sin trescientas libretas guardadas en la despensa. Odio cocinar y las lentejas. Haro y Chewie son mis perros. Ellos lo saben todo. Busco el remanso de la siesta en todas las horas del reloj. De pequeña, la evitaba. Intento recordar el olor del pecado y sólo acude a mi boca el sabor del olvido. A veces, me acuesto con los tacones y me tiemblan las rodillas si me levanto con los labios inocentes. La lluvia me comprende, me tranquiliza y las tardes de verano me aceleran la cobardía. Soy más bien de mirar la luna. La luna y la danza voluptuosa de las hojas del álamo.

Aún te recuerdo.




lunes, 17 de marzo de 2025

Reseña, por Julián García Gallego

 

La luz que entra por las palabras
Esta tarde, en la Universidad Popular de Ciudad Real, he tenido el privilegio de compartir un encuentro literario inolvidable con Eloísa Pardo Castro, en una de esas tertulias que el Grupo Literario Guadiana organiza con tanto cariño. Sabía que sería especial, porque llevaba tiempo con esa ilusión, pero la realidad ha superado cualquier expectativa.
Desde el primer instante en que ha cruzado la puerta, con esa sonrisa luminosa y su inseparable sombrero —que no es solo un complemento, sino una extensión de su esencia—, ha conseguido envolvernos en su mundo. Hay personas que tienen el don de conectar sin esfuerzo, de llegar al otro con autenticidad y sin artificios, y Eloísa es, sin duda, una de ellas. Ya se podía intuir en los versos que hila con destreza y plasma con cariño en las páginas de sus libros, sin embargo, como suele decirse, en las distancias cortas los trampantojos suelen descubrirse. ¡Una maravilla de mujer y espero que desde ahora con tintes de amiga!
Nos ha hablado de sus libros Pronto será oro el membrillero, Besos de Nitroglicerina en el corazón, Piel, Galería de trampantojos, Haro y yo, y sus dos últimas obras, Por donde entra la luz y La mujer del sombrero. Décimas con fiebre. Dos títulos que condensan su esencia: luz y pasión. En Por donde entra la luz, nos invita a explorar los resquicios por donde la vida se filtra, a reconocer que incluso en la oscuridad siempre hay un haz iluminando el camino. Es un libro que destila sensibilidad y hondura, un reflejo de su mirada única sobre el mundo. La mujer del sombrero. Décimas con fiebre, por su parte, es una obra que confirma su maestría en la métrica y su capacidad para dotar de vida propia a cada verso. En ella, la cadencia de la décima se convierte en una danza apasionada entre la razón y el sentimiento.
Eloísa no solo es escritora, también ha sido profesora, y ese amor por la enseñanza aún brilla en sus palabras. Durante años ha trabajado con adultos, transmitiéndoles su pasión por la lengua y la literatura, ayudándolos a descubrir el poder de las palabras y el placer de la lectura. Pero hubo un momento en su camino en el que todo cambió. Hay situaciones que nos hacen despertar, son dolorosas pero curativas a la vez. Se detuvo, miró a su alrededor y comprendió que la vida era demasiado valiosa como para no seguir su verdadero sueño: ser escritora a tiempo completo. Desde entonces, cada palabra suya, cada historia, es un recordatorio de que nunca es tarde para reinventarse, para atreverse a ser quien uno quiere ser.
Hay algo especial en la manera en que Eloísa se relaciona con el mundo. Tiene la capacidad de hacer que cada persona en la sala sienta que le habla directamente, que le dedica ese momento. Su empatía no es impostada, es un reflejo de su esencia y en los tiempos que corren, bienvenida esa gente.
Los encuentros con escritores nos regalan la oportunidad de ver más allá de las hojas, de comprender lo que late detrás de cada verso, de cada historia. En cada charla, descubrimos que la literatura no es solo un arte, sino un testimonio de vida, una manera de sentir y de mirar el mundo. Escuchar a Eloísa hablar de su camino, de sus dudas, de sus certezas y de aquello que la impulsa a escribir, nos permite asomarnos a su sensibilidad más pura. Nos hace partícipes de su proceso creativo, de la magia con la que transforma vivencias en literatura. En estos encuentros, las letras cobran vida, se humanizan y nos abrazan, recordándonos por qué amamos tanto la literatura.
Entre versos, relatos y risas, no ha faltado la mención a su "chófer", su marido, el compañero inseparable que la apoya en cada viaje, en cada encuentro, en cada paso de su camino literario y personal. Es hermoso ver la complicidad que los une, el respeto mutuo que se respira en cada palabra que le dedica. Su presencia, aunque discreta, es una prueba de que el amor también se escribe en los pequeños detalles del día a día.
La Universidad Popular de Ciudad Real se ha convertido en un punto de encuentro mágico, donde la literatura y la amistad van de la mano. Y esta tarde ha sido un reflejo de ello. Me llevo la certeza de que la poesía no solo se escribe, sino que también se vive y se comparte, y que hay personas como Eloísa que, con su cercanía y su talento, logran que lo literario trascienda el papel y quede marcado a fuego en la memoria y en el corazón.
Desde lo más profundo, mi más sincera felicitación a Eloísa por regalarnos su magia, por compartir su luz con nosotros y por hacer de esta tertulia un momento irrepetible. Gracias, querida Eloísa, por ser como eres, por esa autenticidad que nos llega al alma y por recordarnos que la literatura es, ante todo, un acto de amor y generosidad.
Cuando se apagan las luces del aula donde celebramos nuestras tertulias, el ambiente que flota en el aire es la evidencia de que algo grande ha sucedido, de que esas reuniones dejan un poso especial que nos acompaña mucho después de haber salido por la puerta.



Barraleñas

Otro regalo recibido por mi visita a la Tertulia del Grupo Literario Guadiana el pasado sábado. Unos preciosos y entrañables poemas de mi amigo Manuel Mejía Sánchez-Cambronero. Gracias, maestro. Me sigue durando la felicidad.




jueves, 13 de marzo de 2025

Confesión

No os digo la verdad. Os saludo con una sonrisa todos los días, y los domingos os cuento una historia con final feliz. Me coloco una capa de júbilo para ocultar el neopreno de tristeza que me oprime la cintura. Si me veis, seguidme la corriente. Pero, ya lo sabéis, a veces miento. Este poema se esconde en mi libro "Besos de nitroglicerina en el corazón". Hace diez años que se publicó. Y sigue siendo verdad. Cada mañana tengo que saltar de la cama, con la ansiedad y el miedo estrujando sin piedad mi pecho herido. Abrir ventanas, dejar, bajo la ducha, que la incógnita corra hacia el desagüe, abrazarme al café caliente y apresar un puñado de bolígrafos para que regrese la claridad y el sosiego. Solo eso me salva, la seguridad del bolígrafo en la mano. Y el campo abierto y ofrecido de un cuaderno. Sólo eso. El miedo a la muerte, tan feroz; el hueco de tantas ausencias; la tristeza de un futuro que no será, la fragilidad del instante. Hoy, toca confesión, amigos. Sin pudor. Ya no lo tengo. Y es por eso que vuestro cariño me mantiene en pie; que el abrazo intenso del nieto me hace tambalear de esperanza, a mí, que nunca he sabido abrazar; que un pequeño escrito me ancla al mundo; que la publicación de un nuevo libro me vacuna durante un tiempo de esta enfermedad que ya se ha vuelto crónica, que la edad ha agravado; es por eso que necesito llenar libretas, leer, sentiros cerca, sentarme, durante horas, delante de mi biblioteca para agradecer. Disculpad el brote. Perdonad mi temblor. Si me veis, estaré sonriendo. Seguidme la corriente. A veces, miento.




martes, 11 de marzo de 2025

Gary Cooper que estás en los cielos

Me gusta ver las películas de Gary Cooper porque me recuerda a mi abuelo. Tenían cierto parecido. En la boca, en la altura, en el porte, en la forma de llevar el sombrero y hasta en la manera de sujetar el cigarrillo.

Gary Cooper fue una estrella indiscutible del cine norteamericano, un actor excepcional.
Mi abuelo, Emilio de Castro, fue mi estrella y mi héroe. Dirigió mis pasos hacia la poesía y me dejó un recuerdo de mañanas, de sabores y de antiguas melodías.
Gary Cooper andaba de esa manera por un accidente en la adolescencia, mi abuelo andaba de esa manera por pura elegancia.
Esta mañana, al entrar en el cuarto inhabitado de mi hija, a recolocar una posible arruga de la colcha, a pensar que su vuelta será en breve, he acariciado el saquito de aquel muñeco de goma de mi infancia. Le daba el biberón y, al apretarle la barriguita, lo echaba por un agujerito del culete. Por eso el saquito llevaba dentro un pequeño empapador. Lo tengo siempre a la vista, encima del cojín de la cama.
Aquel día de Reyes fue especialmente generoso, puede ser porque mi madre ya llevaba en su interior la promesa de otro hijo; allí, en el centro de aquel salón octogonal, se me abrieron los ojos ante todo lo que me habían dejado sus majestades: un coche de capota, un comedor completo con su vajilla de verdad, un mono que bailaba por medio de unas cuerdas, un acordeón, cuentos y aquel muñeco dentro de un saquito con la figura de Popeye. Sólo conservo el saco y la memoria de aquella mañana.
Y la figura de mi Gary Cooper particular mirándome satisfecho.
Compro, de vez en cuando, las pastillas de Juanola que mi abuelo llevaba siempre, para sentir en la boca el sabor de la nostalgia y pongo la canción de Sara Montiel, el Relicario, para seguir escuchándole: “pisa morena, pisa con garbo…”
Mi abuelo viajó a Mallorca para participar en un recital poético y, a la vuelta, me trajo un poncho blanco de lana para mi primer hijo. Me regaló mi colcha de recién casada y una mantelería bordada para compartir mesa con la felicidad de los encuentros.
Conservo el saquito, las hojas mecanografiadas y amarillas de los poemas que leyó en aquel certamen, la colcha, y el recuerdo de aquel movimiento leve, apenas perceptible, de sus labios cuando leía.
Dicen que haber sido de niña la reina de la casa, te convierte para siempre en una reina en el exilio. Dicen que, como Dios no puede estar en todas partes, envió a la Tierra a los abuelos.
Dicen que Dios es el abuelo moviéndose en el desván.
Y yo estoy de acuerdo con todo esto.
“Gary Cooper que estás en los cielos…”



domingo, 9 de marzo de 2025

Libre

No me quise ir con mis padres y una de mis tías a dar una vuelta por el barrio. Me quedé con mi tío, el fontanero, aquella tarde en que se dispuso a colocar un cerrojo nuevo en el baño de la casa grande.

Me gustaba el olor de la masilla y enredar con el cáñamo, hurgar en su caja de herramientas.
El cerrojo de la puerta del baño que estaba instalando tenía una ventanita en la que se leía ocupado o libre. En rojo cuando estaba ocupado y en verde cuando estaba libre. No me pudo hacer más ilusión.
Cuando llegaron mis padres y mi tía, les hice pasar uno a uno al baño solo para ver, desde fuera, el milagro. Mis abuelos estaban de viaje y cuando llegaron hice lo mismo con ellos.
La ventana del baño se abría a un patio y a un cine de verano. La pantalla por desgracia no daba la cara. Pero me gustaba escuchar aquellas voces distorsionadas y lejanas, como misteriosas, y adivinar, a través de ellas, la cara de los actores y actrices. Una tarde me llevé una almohada, me tumbé en la bañera y allí, a oscuras, con el susurro cadencioso de los diálogos y la tenue luz de los cambios de planos que se reflejaban en los azulejos del baño, me dispuse a disfrutar de la película en la distancia, como una manera de estar en la sala, como si me hubiera colado y ahorrado la entrada. No recuerdo el título, pero me había dicho mi padre que no podíamos ir porque era para mayores.
Me despertaron unos golpes: -Elo, hija, abre la puerta. ¿Cuántas veces te hemos dicho que no te encierres?
No se oía ya nada en el cine de verano. La película debía haber terminado. Me levanté, encendí la luz, me miré en el espejo y, antes de abrir, me imaginé la pequeña vuelta en el cerrojo, que iba a cambiar, con un breve giro de mi mano, a un color verde en el que se podría leer la palabra libre.
Libre, esa palabra hermosa que tanto iba a bailar en mi boca a lo largo de los años.
“No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”, dijo Virginia Woolf. Estaba escribiendo esta frase para un trabajo que estoy haciendo sobre la mujer, cuando me he acordado de aquella anécdota de mi infancia.
Y he comprendido de pronto de dónde me viene esa desazón cuando vuelvo a rozar de nuevo la palabra con la lengua.





miércoles, 5 de marzo de 2025

Trapecio

Me enamoré, me enamoré, me enamoré.

De Burt Lancaster. A los siete años.
Algunos sábados, mi padre y yo nos íbamos al cine. Generalmente era el cine Florida, allá por la calle de General Ricardos. Mi madre se quedaba en casa con mi hermano, que ya tenía un año y era un experto descubridor de peligros. Yo era entonces una reina en el exilio, gracias a mi hermano que, al nacer, me usurpó el trono. Y creo que, para compensarme, me llevaban al cine los sábados.
Aquel día, fuimos a ver la película Trapecio. Y quedé deslumbrada. Por aquel ambiente de circo, por la música y por las cabriolas que hacía aquel actor, embutido en una impoluta malla blanca. Tan bello. Yo iba todos los años por Navidad al circo Price con mis tíos, estaba acostumbrada, pero lo que ví aquel día era otra cosa.
Me enamoré.
Siempre, después del cine, mi padre y yo íbamos a un bar cercano a comer pajaritos fritos. Eran típicos en los años 60. Me encantaban, aunque aquel sábado mi mente anduviera en la imagen del Burt, besando en el aire a la Gina, en su triple salto mortal, mientras daba cuenta de aquellos sabrosos pajarillos.
He ido viendo, a lo largo de los años, todas sus películas: impresionante en El Gatopardo, genial en El nadador, en la espectacular escena del beso en la playa en De aquí a la eternidad...
Mis enamoramientos, ya os lo contaré algún día, suelen durar de 24 a 48 horas, pero el de aquel hombre aún perdura. Supe más tarde de su vida como actor y como persona. Supe de su generosidad y de su valentía, de su enfermedad, de su pundonor. De aquello que le dijo por teléfono a una amiga que quería visitarlo cuando ya se encontraba bastante incapacitado: "Deseo que me recuerdes como tú me conociste y no que veas en lo que me he convertido".
Elegante, cariño. También eras elegante.




domingo, 2 de marzo de 2025

De hormigas, de cicatrices y de petricor

Mi madre me dio un trozo de pan y una onza de chocolate y me bajé a la calle. Me senté, como siempre, en el escalón de la entrada al portal, cerca del hormiguero. Mi padre estaba jugando al dominó con algunos amigos en una de las mesas, en otras, unos vecinos jugaban a las cartas. El dueño del bar había regado un poco por alrededor y un olor conocido y amable llenaba aquel trocito de paraíso. Yo me comía lentamente el chocolate, el pan lo desmigaba para abastecer a mis amigas. En mi libro Piel, tengo el poema que les hice tiempo después a mis queridas hormigas. Creo que me conocían, no me cabe la menor duda. Luego me fui a dar una vuelta. -No te alejes mucho, me dijo mi padre cuando fui a besarle.

A un costado del edificio había una especie de terraplén, algo elevado y, al fondo, como un pequeño vertedero: restos de muebles, cascotes, botellas rotas, cartones..., pero, entre todo eso, vi un tebeo, las hojas estaban desplegadas, llamándome.
Debí de tirarme claro, correr hacia aquel tesoro, solo recuerdo estar sentada entre tanto cachivache, el tebeo en mi mano y mucha sangre que salía de mi brazo derecho.
Vi a mi bisabuela subir por la cuesta, la vi sacarse un pañuelo de la faltriquera, ponérmelo en la herida y llevarme en volandas al médico... pero, hija, ¡qué te ha pasado!
Al volver, con mi brazo derecho en cabestrillo, mi padre al verme, se levantó con tanto ímpetu que la mesa, la silla y las fichas de dominó cayeron sobre la tierra aún húmeda de verano.
Mientras me dirigía al salón donde mi abuelo ya me estaba esperando, mi bisabuela le estaba diciendo a mi madre, "que se ha cortado con unos cristales, en la cuesta llena de escombros, ocho puntos, no ha llorado..."
Aquella noche me quise acostar con mi abuelo para que me gastara la broma de siempre: "cierra los ojos antes de apagar la luz, si no luego no vas a ver cómo los cierras". Cerré los ojos y le pedí que me cantara el Relicario.
Pero aquella tarde ya me había leído el tebeo del Guerrero del Antifaz que rescaté de la basura. Un poco arrugado y con alguna mancha de sangre. De mi primera cicatriz. No sabía entonces que vendrían muchas más. Que caería más veces. Que me esperaba la vida.




jueves, 27 de febrero de 2025

Mi vestido de flores

 Vi el vestido en una revista y me gustó. Mi madre buscó la tela. Lo estrené un viernes para ir al médico. A Pontones. Era la primera vez que iba sola. Solo era para pedir una receta de vitaminas. En la sala de espera, cuando levantaba la vista del libro que estaba leyendo, me encontraba con la mirada de aquel hombre. No sé qué edad tendría, para mis catorce años, me resultaba muy mayor. Él me había dado la vez. Cuando salió de la consulta entré yo.

Al salir, con la receta en la mano, al sol de aquella mañana de junio, me estaba esperando. Me acompañó un buen trecho, me dijo que estaba muy guapa con ese vestido y que me fuera con él a la casa de campo. Yo había oído hablar de aquel lugar, pero no lo conocía. Estaba muy nerviosa. Algo en la impaciencia y temblor de aquel hombre me daba miedo. Por fin se fue, pero volvió al momento subido en su coche, una furgoneta verde. Condujo a mi lado, haciendo ademán de abrir la puerta para que me subiera.
Me escabullí por una bocacalle y no volví a verlo.
Llegué a casa muy nerviosa y, ante las preguntas de mi madre, se lo conté.
- ¿Cómo dejas a la chica ir sola al médico?, fue el reproche de mi padre cuando llegó.
Me pasé el resto del día, mirando a través de las cortinas de mi habitación, con temor de ver de nuevo la furgoneta verde.
No volví a ponerme aquel vestido. Era blanco, de corte recto, ajustado a la cintura y falda de vuelo, con los tirantes anchos y unas enormes rosas de color rojo, adornadas con unas tenues hojitas verdes.
Luego estuve pensando que, hubo un momento, en que por la curiosidad de conocer aquel lugar, la Casa de Campo, que me resultaba tan misteriosa y seductora, me hubiera montado en el coche.
Dicen que la curiosidad mató al gato. Me pregunto qué hubiera pasado. Quizá no estaría hoy aquí, con esta taza de café, escuchando la lluvia tras los cristales, escribiendo recuerdos y con mi perro Chewie ovillado a mis pies.






martes, 25 de febrero de 2025

Contigo

Sigo mirando álbumes envueltos en papel de seda de tiempos pasados. Sigo enredada en el recuerdo de mi madre. En esta etapa de nostalgias e impotencias.

En todas las fotos, ella mirando a mi padre. Enamorada. Él, tan guapo, ella, tan entregada, tan sabia. Mi padre, con su pelo oscuro y rizado, con aquellas canas bonitas al final de su vida, con una boca carnosa y amable que, por fortuna, han heredado mis hijos y nietos. Con un don innato para gustar a todos. Tan entregada, digo. Cuando mi padre murió ella tomó el testigo. No era débil, ni sumisa, nunca lo fue. Simplemente quería que su marido brillara con la luz de los dos.

Ella era la que manejaba el timón de la embarcación, la que decidía el rumbo, pero siempre le dejó a él la parte amable de la travesía. El papel de capitán de la nave.
Él era el que nos regalaba, el que invitaba, el que depositaba, en la mano de los nietos, pequeñas sorpresas en cada visita. Ella se mantenía en la sombra, sonriendo y agarrada al dedo meñique de su hombre. Nunca les gustaron las salidas en multitud. Iban solos. Los dos. A procurarse huidas que solo les pertenecían a ellos.
Una tarde, ya muy malita, salimos a pasear y nos sentamos en un banco; mi madre levantó la mirada hacia las nubes y comenzó a hablar, como si acabara de recordar un instante escondido entre los pliegues del alma. Reciente aún. Me contó que mi padre, en una de las salidas que hacían por el centro de Madrid, buscando lugares con encanto para tomar el aperitivo, se paró en una calle y le preguntó si sabía dónde estaba, quizá para demostrarle su conocimiento del callejero. A veces, si es verdad que le gustaba fanfarronear un poco, al fin y al cabo, mi madre le había dado pie para ello. Y que ella, me contó, con la mirada aún imantada hacia el cielo, le contestó, obviando la dirección de la pregunta: contigo.
Luego se levantó y me dijo que ya quería regresar a casa.
Esa anécdota me emociona y me produce envidia. Nunca he sentido eso con ninguna de mis parejas, y debe ser hermoso.
Contigo.