Nos desprendemos de cosas del pasado y luego acuden a la mente con insistencia, como culpándonos del dispendio.
Encontré mi trenza cercenada dentro de una caja, acostada entre papel de seda en tonos pajizos. Fue al vaciar de muebles y recuerdos la casa de mi madre. No sabía que la había conservado tanto tiempo.
Mi tío Sebastián se iba a casar, mi abuela sería la madrina. Y yo escuché a mi madre y a mis tías comentar en voz baja, en un aparte, apoyadas en una de las ventanas de aquel salón octogonal de mi infancia, que el exiguo moño de mi abuela no iba a aguantar el encaje de la peineta.
A la mañana siguiente le dije a mi madre que me hiciese una sola trenza y bien apretada para que me durase todo el día.
Era ya noche y estaban todos cenando, el verano entraba por los ventanales, el petricor desplegaba su aroma desde la tierra regada por el dueño del bar de debajo de mi casa.
Recuerdo a mi madre levantarse de la mesa y taparse la boca con la mano. Todos miraron a aquella niña con el pelo disparado y una trenza en la mano extendida.
Mi abuela fue a la boda de su hijo Sebastián luciendo un hermoso moño, donde la peineta descansaba tranquila y segura. La peluquera arregló el estropicio de mi pelo como pudo y mi madre me compró a última hora un sombrero blanco.
No me castigaron, me sorprendió, recuerdo, las caricias y las risas sosegadas durante el banquete, las alabanzas sobre mi nuevo aspecto.
Fue una sorpresa volver a tener en las manos aquella trenza de niña generosa. Quizá mi madre la escondió allí, en el fondo de su armario, para que yo, algún día, cuando estuviera triste, pudiera regresar a aquella noche hermosa de mi infancia y pudiera sonreír de nuevo.
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