Tengo que advertir antes de nada que soy una
encina.
No quiero malentendidos.
Presido la entrada de esta granja, blanca y
tranquila, desde que los padres de los actuales dueños eran unos niños, ¡que ya
son años! Les he visto crecer, reír, llorar, enamorarse, casarse, tener hijos.
Me sé el nombre de todos, aunque esto no tiene mucho mérito, ya que todos, sin
excepción, han heredado la costumbre de grabarlos en mi sufrido y tolerante
cuerpo.
Tengo
una verdadera colección: nombres dentro
de un corazón, encerrados en un círculo, subrayados y hasta unidos con signos aritméticos. Un
ejemplo: Erika+David=Martina.
Cualquier excusa vale para que, sin asomo de
piedad, me cubran de cicatrices.
Bueno,
en honor a la verdad, también recibo besos y abrazos, esto por parte de la
señora actual de la casa, que tiene la mañanera costumbre de abrazarme antes de
recoger las dulces bellotas que les regalo, desinteresadamente, a los cerdos de
la granja que, en la pocilga, se regodean ociosos en su propio hedor.
Les he acompañado, como digo, a lo largo de
los años.
He sobrevivido a un terremoto, a un año de
bravas y tozudas tormentas y a los destrozos que me causó un rayo, que se
encaprichó de mí y casi me mata.
Ahora me encuentro en lo mejor de mi vida,
cargada de recuerdos, de tatuajes y de bellotas.
Espera, que oigo la puerta.
–¡Eneko, ven ahora mismo, y recoge tus
juguetes!
Esa que grita es Mariana, la que me abraza
por las mañanas y Eneko es su hijo y el último componente de la familia y
que, en estos momentos, está escondido detrás de mí para que su madre no le
vea. Es un travieso y gracioso niño de tres años, de piernas delgadas y manos
sucias, de ojos grandes y curiosos y con el pelo color zanahoria.
Ha empezado a llover.
–¡Eneko, voy a contar hasta tres. Uno,
dos..!
El niño sale rápidamente de su escondite y
echa a correr hacia la casa. A través de la lluvia alcanzo a ver el azote
simbólico que Mariana le da al pequeño.
Es mi obligación recordaros que soy una
encina.
De todos los que han vivido en esta casa y
han grabado sus vidas en mi tronco, Mariana y Eneko son mis preferidos. Ella,
ya sabéis por qué: los abrazos y todo eso y el más pequeño, porque es, a pesar
de su corta edad, o quizás por ello, el que más me ha querido.
Desde que pudo andar y me descubrió, a mi
lado es donde juega, bajo mi sombra duerme la siesta, en mi cuerpo apoya el
suyo cuando mira las estrellas y, a mi vera acude a llorar, cuando su inocente
corazón se siente triste. Hoy, por ejemplo, ha hecho un pequeño agujero a mis
pies y ha escondido en él sus mejores canicas, las más brillantes. Su tesoro.
Confía en mí y sabe que aquí está a salvo.
Sigue lloviendo.
Veo apagarse, una a una, las luces de la
casa. La noche ha llegado.
Mi familia se ha ido a dormir.
–Buenas noches, cariño!
–¡Buenas noches, mamá!
–¡Que descanses, Mariana!
El silencio es absoluto.
La última luz del día acaba de desaparecer.
La fachada apaisada de la granja ha dejado aparcada su blancura hasta que el
lubricán la ilumine de nuevo.
-¡Buenas noches, encina!
¿Habéis oído? Es Eneko. Todas las noches
me regala una despedida. Nunca se le olvida. Su vocecita es lo último que oigo
cada anochecer.
El viento se marcha a otros cerros, a otros
encuentros, la lluvia está amainando, y a mí se me queda un “hasta mañana, pequeño”, atorado entre
las hojas.
Pero no puedo gritarle mi cariño a Eneko porque, como espero no hayáis olvidado, sólo soy una encina.
Una encina amada y feliz.
Ha dejado de llover.
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