lunes, 2 de junio de 2014

Tuyo, siempre.


Imagen tomada de la red.


Danzan los libros, ebrios, por toda la casa,
no respetan mis comidas
ni mis horas de sueño,
golpean mi espalda si ven que ignoro
semejante rebelión,
yacen abiertos en el suelo
como rameras ofrecidas.

Ayer tiré a la basura los cuadernos,
no volveré a escribir más.

Hoy empecé anidando libros en cajas de cartón
que pedí en la panadería,
cinco o seis aguardan ya,
henchidas, cerradas, derrotadas,
en un rincón del salón,
repletas de dóciles criaturas
resignadas a su suerte.
Los hay que se resisten y vuelan
luchando, indómitos, con las hojas
desplegadas,
abanicando el polvo que desprenden
sus historias muertas.

No volveré a leer más.

Consigo alojar nuevos cadáveres en las cajas,
abiertas como fosas voraces,
los aplasto con la mano extendida,
 doblegando su soberbia,
vengándome de su influencia,
domeñando su primacía.

Uno de tapas gruesas y verdes,
aleteó cerca de mi oído,
dejando una estela de versos
que cayeron lentamente sobre mi cuello
obligándome a completar la trova.

Me arrodillé un momento, exhausta,
vencida,
un tomo pequeño y vanidoso esperaba,
desvencijado por el combate,
reconocí su vestidura, sonreí, como una madre
ante la travesura de su preferido
y el libro se abrió inesperadamente, ofreciéndome
una promesa antigua y recordada:

"Tuyo, siempre".


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