Imagen tomada de la red.
Venia de pasear la mañana dominical
con Haro y, al entrar en el portal de mi casa, me encuentro con Begoña, mi
amiga y vecina del segundo. La veo armada con unos guantes de látex, unos
tubitos de suero y un pequeño envoltorio de papel de aluminio.
—Voy a curar al gatito. Y
también le llevo comida— me dice.
El gato en cuestión en un
pequeñajo callejero que ha robado el corazón a todo el vecindario. Pelirrojo,
flaco, desvalido y tuerto.
Begoña, en comandita con
otra vecina solidaria, se ocupa del gatito y de alguno de sus hermanos-mininos
huérfanos.
Les han construido un
cobertizo en un rincón del jardín con unas cajas de color azul, como
corresponde al sexo de los bebés, y bajan a la calle varias veces al día para el
seguimiento de sus pequeñas vidas.
Begoña le cura el ojito
enfermo al pelirrojo, siente pena porque no confía en su total curación y está
pensando —me dice— llevarlo al veterinario para que le aconseje y le haga un
buen reconocimiento.
Subo a mi casa con una
sensación grata, orgullosa de mi vecina, contenta de tenerla como amiga y
tranquila porque el bichejo triste y desorientado ha tenido la suerte de
encontrar un ángel de la guarda en su camino, un hada madrina que vela por él,
que le compra latitas de comida blandita en la sección de delicatessen en el
supermercado de la esquina y porque, cuando se le cure el ojito y se haga
grande y fuerte, seguro que lanzará un cariñoso maullido desde el parque a su
mamá Begoña cuando la vea aparecer con un envoltorio metálico entre las manos.
Se ve tan satisfecha mi
vecina, tan feliz con su tarea diaria, que me ha hecho pensar en tantos
enfermos de poder y de dinero con los que nos topamos cada día, tuertos o
ciegos de ambición, que creen que el placer está en conseguir todo, a pesar de
todo y de todos y me pregunto si ese placer será tan grande como el de Begoña.
Yo veo sus caras en la tele
y en la prensa, y les aseguro que la luz que desprenden, no es, ni de lejos,
tan limpia, luminosa y bella como la de mi amiga.
Ella no tiene líneas de
avaricia en la frente, ni miradas oblicuas, ni muecas de sospecha. Sólo unos
tubitos de suero, una latita de comida para gatos y el objetivo de salvar un
ser vivo y solo.
Yo he mirado hoy su cara
cuando venía de pasear la mañana con mi perro.
Daba envidia.
Resplandecía.
Muchas gracias Begoña por
dejarme creer que todavía pueden ocurrir milagros.
“La grandeza de una nación
y su progreso moral pueden ser juzgados por el modo en el que se trata a sus
animales”.
Mahatma Gandhi.
(Esta historia ha acaecido
en un tiempo en el que todavía no estaba prohibido socorrer y dar amor a los
animales heridos, asustados y señeros de cualquier lugar)
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