Subo a menudo al salón de los recuerdos, de los pasos perdidos, al rincón de la reflexión y la nostalgia. Hoy lo he hecho.
Me detengo ante un retrato antiguo: mi abuelo poeta, el que me prometió una historia interminable al minuto de nacer, cuando me dieron por muerta y me dejaron al pie de la cama para ocuparse de la madre exhausta, el de las pastillas Juanola, el de Alejandro Dumas y el Relicario, el que me descubrió las noches, la osa mayor y la magia de las palabras.
Fue un parto laborioso el de mi madre.
La comadrona me dejó a un lado de la cama,
—no respira—sentenció
y se ocupó de la mujer exhausta.
Yo callaba porque,
desde pequeña,
me creí poco.
Entró mi abuelo a la alcoba,
alarmado por mi tardanza,
por mi falta de protagonismo.
Me rozó con los dedos, largos y calientes,
de su mano derecha,
en la izquierda llevaba un libro abierto.
—Ha sido un milagro—, se
disculpó la vieja matrona.
Mi abuelo sabía que fue el olor de las letras
lo que me volvió a la vida.
Eso y el misterio de su voz
cuando,
mientras me besaba,
me proponía escuchar
el final de la historia.
Mi abuela, encerrada en su casa, eterna Penélope, tejedora de silencios y de sueños. Reina de la mesura. Y su primer hijo, valiente y solitario, muerto en la adolescencia, una historia triste que contaré algún día.
Me voy, dejando la puerta entornada, para volver pronto. Para que me sigan contando. Para continuar siendo niña. Para oler la felicidad y el eterno verano.
Para sentirme amada.