lunes, 19 de mayo de 2025

Escribo porque

 Me preguntas por qué:

Escribo porque nadie en mi familia lo hace, porque tengo recuerdos que he olvidado, por tatuarlos en mis libretas para que no escapen de nuevo; escribo para recuperarlos y encontrar otros que, a lo mejor, no son míos; escribo porque vivo lejos del mar, porque me acompaña mi perro en las tardes largas; escribo porque los cuadernos inocentes me horrorizan, porque tengo miedo a la oscuridad y a la incógnita. Escribo porque quiero rescatar lo que he perdido, o lo que nunca tuve, porque me río mucho cuando creo que lo he hecho bien y porque me gustan las historias que me cuento. También les gustaban a mi madre y a mi tía.
Escribo porque es lo primero que deseo al despertarme y porque el deseo me dura todo el día. Por puro deseo. Escribo porque los domingos por la tarde me producen frío y la hora de la siesta me seduce. Escribo porque quiero que mis hijos me conozcan de otro modo y para esconder entre cualquier poema el secreto de aquel día. Escribo para sacarme la espinita del deseo que no tuve y vadear como pueda la nostalgia. Para mentirme.
Escribo para creer que todo está vivido o que falta poco para ello; escribo para no escuchar el restallido del aburrimiento entre los pechos ni perder las ganas de soñar. Escribo para continuar callada todo el tiempo que pueda y para que leas luego mis silencios. Escribo porque he vivido mucho y porque creo que no he vivido lo suficiente. Escribo para preguntar. Escribo para encontrar palabras nuevas y estrenarlas, para salvarme, para que me quieras.
Escribo para que me leas, porque temo a la muerte, al vacío y porque no me encuentro bien. Escribo para saber el final de la historia y para creerme Dios. Escribo porque no sé amar de otro modo.
Escribo para tener más tiempo. Para intentar robárselo a la muerte.
Escribo para encontrar algún día, entre las palabras, la felicidad.
Puede ser una imagen de una persona, estudiando y plancha para ropa
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sábado, 17 de mayo de 2025

Revisión.

Hay días feriados, como el del otro día, como otros muchos que he tenido la suerte de disfrutar. Son los más abundantes. Y hay otros que te bloquean el paso, te dan la espalda y te niegan el saludo.
Ayer fue uno de ellos.
Me tocaba revisión. Mamografía y miedo.
Terror-pánico, cuando estás en la sala de espera, deseando escuchar a la enfermera salir, pronunciar tu nombre y decirte que está todo bien, que te puedes ir. O, no.
Ayer me tocó entrar de nuevo en la consulta, ecografía, punción, doble punción, otra mamografía.
La doctora, profesional, tranquilizadora, ofrecida, que no es nada, solo es para quedarnos tranquilos, qué has publicado últimamente, te gusta Murakami...
Pero me dejó una grapa en mi pecho herido para un futuro, pero me preguntó si tenía alergias, pero, cuando ya me estaba vistiendo, una enfermera, que había estado en todo momento a mi lado, magnífica en su atención, me sugirió que ya tendría material para escribir la segunda parte de la novela que escribí en su día sobre mi cáncer. Sé que lo dijo con la mejor intención del mundo, que no lo pensó, pero yo salí del hospital pensando algo tan vulgar como eso de "blanco y en botella".
Es mayo, y ahora sí tengo claro que el título que le puse a la novela fue tremendamente acertado.
Voy a ponerme las zapatillas de huir, colocarle la traílla a mi perro autista y a recorrer el sendero de los álamos.
Sólo para ver el baile despreocupado de sus hojas al viento. Sólo para volver a confiar en mayo. Sólo para emborracharme de belleza.
Pero me llevo el miedo tatuado en la espalda




jueves, 8 de mayo de 2025

La trenza

Nos desprendemos de cosas del pasado y luego acuden a la mente con insistencia, como culpándonos del dispendio.

Encontré mi trenza cercenada dentro de una caja, acostada entre papel de seda en tonos pajizos. Fue al vaciar de muebles y recuerdos la casa de mi madre. No sabía que la había conservado tanto tiempo.
Mi tío Sebastián se iba a casar, mi abuela sería la madrina. Y yo escuché a mi madre y a mis tías comentar en voz baja, en un aparte, apoyadas en una de las ventanas de aquel salón octogonal de mi infancia, que el exiguo moño de mi abuela no iba a aguantar el encaje de la peineta.
A la mañana siguiente le dije a mi madre que me hiciese una sola trenza y bien apretada para que me durase todo el día.
Era ya noche y estaban todos cenando, el verano entraba por los ventanales, el petricor desplegaba su aroma desde la tierra regada por el dueño del bar de debajo de mi casa.
Recuerdo a mi madre levantarse de la mesa y taparse la boca con la mano. Todos miraron a aquella niña con el pelo disparado y una trenza en la mano extendida.
Mi abuela fue a la boda de su hijo Sebastián luciendo un hermoso moño, donde la peineta descansaba tranquila y segura. La peluquera arregló el estropicio de mi pelo como pudo y mi madre me compró a última hora un sombrero blanco.
No me castigaron, me sorprendió, recuerdo, las caricias y las risas sosegadas durante el banquete, las alabanzas sobre mi nuevo aspecto.

Fue una sorpresa volver a tener en las manos aquella trenza de niña generosa. Quizá mi madre la escondió allí, en el fondo de su armario, para que yo, algún día, cuando estuviera triste, pudiera regresar a aquella noche hermosa de mi infancia y pudiera sonreír de nuevo.