Un fin de semana me fui a casa de unos tíos. De fiesta con mis primos. Me presentaron a sus amigos. Quedábamos en un parque cercano. No hacía frío ni calor, a los dieciséis años se mezclan, alrededor de tu cuerpo, todas las temperaturas del mundo y llegan a tu piel con un aire calmo y excitante. Como de perpetua primavera. Un chico, creo que se llamaba Carlos, llegaba siempre el último y con un bocadillo de salchichón en la mano. Al rato, apenas había dado un par de bocados, se comía el embutido y le daba una patada al pan.
-Si el pan es de Dios, que se lo coma él, decía, mirando el vuelo disperso de la pequeña barrita.
Yo miraba hacia otro lado, avergonzada y sorprendida. En las tres tardes siguientes, hizo lo mismo.
Me dí cuenta, por la expresión del resto de la pandilla, que era la primera vez que lo hacía. Joder, tío, qué bestia, le dijeron algunos de sus amigos.
El lunes por la mañana regresé a mi casa. Había pasado un fantástico fin de semana, pero volvía con un puntito de desasosiego en la tripa, como si hubiera subido a una noria y me hubieran bajado de repente, sin previo aviso.
Mi prima me confesó, días más tarde, que yo le había gustado mucho a su amigo Carlos y, que su forma de intentar deslumbrarme, llamar mi atención, había sido darle el puntapié al pan.
Aquella forma de cortejo y alguna otra casi peor, es lo que encuentro escrito en mis diarios. No he tenido demasiada suerte en el reparto del copiloto. Por eso escribo, por eso busco en la poesía, en las tripas de las palabras, un desenlace cordial, un pequeño arco iris en alguna esquina discreta, intento creer, como dice aquel verso, que el mundo es azul como una naranja.
Esta foto me la hice en un fotomatón uno de aquellos días, a, b, c, son las letras que llevaba bordadas en el pecho.
A,B,C. Es lo que hay. Aunque, rendida ya, creo que seguiré buscando ese pequeño arco iris. Cualquier tarde de otoño.
Antes de irme.
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