jueves, 27 de febrero de 2025

Mi vestido de flores

 Vi el vestido en una revista y me gustó. Mi madre buscó la tela. Lo estrené un viernes para ir al médico. A Pontones. Era la primera vez que iba sola. Solo era para pedir una receta de vitaminas. En la sala de espera, cuando levantaba la vista del libro que estaba leyendo, me encontraba con la mirada de aquel hombre. No sé qué edad tendría, para mis catorce años, me resultaba muy mayor. Él me había dado la vez. Cuando salió de la consulta entré yo.

Al salir, con la receta en la mano, al sol de aquella mañana de junio, me estaba esperando. Me acompañó un buen trecho, me dijo que estaba muy guapa con ese vestido y que me fuera con él a la casa de campo. Yo había oído hablar de aquel lugar, pero no lo conocía. Estaba muy nerviosa. Algo en la impaciencia y temblor de aquel hombre me daba miedo. Por fin se fue, pero volvió al momento subido en su coche, una furgoneta verde. Condujo a mi lado, haciendo ademán de abrir la puerta para que me subiera.
Me escabullí por una bocacalle y no volví a verlo.
Llegué a casa muy nerviosa y, ante las preguntas de mi madre, se lo conté.
- ¿Cómo dejas a la chica ir sola al médico?, fue el reproche de mi padre cuando llegó.
Me pasé el resto del día, mirando a través de las cortinas de mi habitación, con temor de ver de nuevo la furgoneta verde.
No volví a ponerme aquel vestido. Era blanco, de corte recto, ajustado a la cintura y falda de vuelo, con los tirantes anchos y unas enormes rosas de color rojo, adornadas con unas tenues hojitas verdes.
Luego estuve pensando que, hubo un momento, en que por la curiosidad de conocer aquel lugar, la Casa de Campo, que me resultaba tan misteriosa y seductora, me hubiera montado en el coche.
Dicen que la curiosidad mató al gato. Me pregunto qué hubiera pasado. Quizá no estaría hoy aquí, con esta taza de café, escuchando la lluvia tras los cristales, escribiendo recuerdos y con mi perro Chewie ovillado a mis pies.






martes, 25 de febrero de 2025

Contigo

Sigo mirando álbumes envueltos en papel de seda de tiempos pasados. Sigo enredada en el recuerdo de mi madre. En esta etapa de nostalgias e impotencias.

En todas las fotos, ella mirando a mi padre. Enamorada. Él, tan guapo, ella, tan entregada, tan sabia. Mi padre, con su pelo oscuro y rizado, con aquellas canas bonitas al final de su vida, con una boca carnosa y amable que, por fortuna, han heredado mis hijos y nietos. Con un don innato para gustar a todos. Tan entregada, digo. Cuando mi padre murió ella tomó el testigo. No era débil, ni sumisa, nunca lo fue. Simplemente quería que su marido brillara con la luz de los dos.

Ella era la que manejaba el timón de la embarcación, la que decidía el rumbo, pero siempre le dejó a él la parte amable de la travesía. El papel de capitán de la nave.
Él era el que nos regalaba, el que invitaba, el que depositaba, en la mano de los nietos, pequeñas sorpresas en cada visita. Ella se mantenía en la sombra, sonriendo y agarrada al dedo meñique de su hombre. Nunca les gustaron las salidas en multitud. Iban solos. Los dos. A procurarse huidas que solo les pertenecían a ellos.
Una tarde, ya muy malita, salimos a pasear y nos sentamos en un banco; mi madre levantó la mirada hacia las nubes y comenzó a hablar, como si acabara de recordar un instante escondido entre los pliegues del alma. Reciente aún. Me contó que mi padre, en una de las salidas que hacían por el centro de Madrid, buscando lugares con encanto para tomar el aperitivo, se paró en una calle y le preguntó si sabía dónde estaba, quizá para demostrarle su conocimiento del callejero. A veces, si es verdad que le gustaba fanfarronear un poco, al fin y al cabo, mi madre le había dado pie para ello. Y que ella, me contó, con la mirada aún imantada hacia el cielo, le contestó, obviando la dirección de la pregunta: contigo.
Luego se levantó y me dijo que ya quería regresar a casa.
Esa anécdota me emociona y me produce envidia. Nunca he sentido eso con ninguna de mis parejas, y debe ser hermoso.
Contigo.



sábado, 22 de febrero de 2025

Domingo en el carrusel

 “A veces la infancia me envía una tarjeta postal”

Se me viene esta foto a las manos, mientras desgrano recuerdos en esta mañana lúcida y brillante de febrero. Mi padre y yo.
Mi padre hizo horas extras en el trabajo para comprarme este abrigo. Lo había visto en un escaparate del centro de Madrid. Y me llevó de paseo, una mañana de domingo, para estrenarlo.
A mí no me gustaba mucho andar, con lo que pronto tuvo que cargar conmigo. Y con el abrigo.
A la vuelta, le pedí subir en los caballitos, en la feria que cada año montaban en la explanada cerca de casa.
Años más tarde hice un poema de aquel día.
Años más tarde sigo recordando el olor de aquella mañana, la suavidad de aquel abrigo, el calor de la mano de mi padre. Las calles que recorrimos para que yo me luciera. La satisfacción de aquel hombre que había conseguido, con horas extras en el trabajo, que su hija tuviera aquella prenda que le había llamado tanto la atención en aquel escaparate.
Años más tarde, como digo, hice este poema. Y, ahora, esta mañana lenta, con tantos febreros a mi espalda, cierro los ojos para volver a sentir todo aquello. Pero la distancia es ya muy larga, el tiempo hace su trabajo sin mirar a los lados, los recuerdos pesan demasiado y solo queda andar con la cabeza alta y las manos metidas en los bolsillos de algún abrigo que nos proteja del frío y de la nostalgia. Que nos caliente el alma.
"Era invierno y domingo.
Recuerdo el olor a chocolate caliente
y árboles de azúcar.
Luces veloces enmascaraban una noche
disfrazada de música,
gritos de niños cautivados, magia,
colores imposibles, globos,
manzanas vestidas de gala
y unos zapatos de charol beige
y mi abrigo nuevo.
¡Papá quiero montar en los caballitos!
Y él eligió el blanco.
Aupada, allí arriba,
aterrada y palpitante,
el mundo giraba dejando rastros
de entrecortadas ausencias.
En cada vuelta
interminable,
mi padre desaparecía para volver,
instantes después,
a velar por mí,
sus ojos y su sonrisa
me defendían del vértigo
y apaciguaban el ímpetu de mi montura.
Cuando me rescató,
amparándome entre sus brazos,
me dí cuenta por primera vez,
que podría cabalgar segura,
siempre,
por cualquier montaña,
por cualquier valle, por la vida,
sin miedo.
Siempre sentiría sus manos
envolviendo las mías,
su calor pegado a mi nariz,
y su amor.
Como aquel domingo
en el carrusel".




miércoles, 12 de febrero de 2025

De inviernos y cicatrices

 La foto tiene la fecha al lado, 1970. Verano.

Tenía un seiscientos descapotable. Un lujo. Color butano. Se calentaba a veces cuando se le daba caña por las carreteras hirvientes de La Mancha. Y, aquel año, las recorrió enteras. Esta foto está tomada a la entrada de una fábrica que visitamos. De azulejos. Aquel día llevaba una falda larga de colores surtidos, zuecos rojos con plataforma y una camiseta de punto ajustada. No me quise poner nada debajo. Por el calor.
Meses más tarde, ya invierno, me dejé el bolso olvidado dentro de mi coche naranja cuando íbamos a entrar en el cine, estaba algo enfadada y no quise decirle a mi pareja que volviéramos a por él, porque habíamos aparcado bastante lejos. A la salida, el bolso había desaparecido. Un enorme "siete" adornaba la lona del techo que hacía que mi seiscientos tuviera la categoría de descapotable.
Siempre he llevado la vida dentro del bolso. En aquella ocasión perdí, además, un par de libretas con todos los poemas que había ido haciendo durante aquel año. Tardé en recuperarme. No lo he hecho. Aún sigo llorando aquella pérdida. Mi coche quedó algo acobardado después de aquello. Aunque le cambiamos el techo, nunca fue el mismo.
Y miro la foto. Y recuerdo aquel verano. Nada debajo. Por el calor. Y recuerdo a mi coche, con su cicatriz. Acobardado.
También ahora es invierno. Voy a bajar a la calle para andar un poco un desasosiego extraño. Llevo pantalones negros, camisa blanca y zapatillas de huir.
Debajo, nada. Solo un cúmulo de nostalgias y el dibujo de una cicatriz en el pecho que, como entonces, me ha dejado sin poesía.





lunes, 10 de febrero de 2025

Décimas con fiebre

Acaban de llegar. Unos poemarios guapos.

Justo antes de celebrar San Valentín. Ese día.
Te van a gustar. Son unas décimas escritas con mucho amor. Con reflexión unas, con ajuste de cuentas, otras. Otras, con cierto regusto erótico. Te van a gustar.
Te ofrezco un aperitivo. Mira:
Miro la cama deshecha,
abro y cierro las ventanas,
a lo lejos, las campanas
dejan un rastro de flecha,
de abandono, de sospecha
para mi espalda desnuda,
si vendrás o no, la duda
de volver a estar contigo,
esta forma de castigo
que me deja ciega y muda.

Enferma de madrugada,
herida de anochecer,
hambrienta de ti, vencer
esta fiebre envenenada,
esta lucha, esta cruzada
que me impide respirar,
siempre esperando encontrar
tus besos en otras bocas,
perderme en mil noches locas,
y sin poderme curar.
Editadas por Pimienta Ediciones. Con un maravilloso prólogo de mi amigo, el gran repentista Alexis Díaz-Pimienta.
Con mis desvelos.




domingo, 9 de febrero de 2025

Niña sin nombre

En todas las fotos que me hicieron montada en mi bicicleta, tengo cara de pocos amigos. Esta foto está fechada en domingo. Y parezco realmente enfadada. Por la bici y por el moño. A mi me gustaban mis trenzas, y los domingos mi madre se empeñaba en hacerme un moño. Y, además, seguía odiando montar en bici. El chaleco era granate, como la falda tableada. Esa mañana me acompañaba mi tía. Quiso bajar conmigo después del susto de la semana anterior. Mi tercer encuentro con la muerte. El primero, ya lo conté, el padre de mis maestras; el segundo, mi amiga del circo, que se fue tan callando. Pero éste, no he logrado olvidarlo nunca, porque ocurrió delante de mi incredulidad.

Estaba con mi abuela, esperando a cruzar al otro lado de la carretera para ir al mercado. De repente, todo fue caos y dolor. Yo solo la vi a ella, terminada su corta vida en el asfalto caliente de aquel día de verano. Los gritos. El asombro del miedo. Aquella niña se había escapado de la seguridad de su madre y había querido llegar antes al puesto de golosinas. Pero un autobús se cruzó en su camino y quebró un recorrido que nunca había tenido futuro.
Mi tía llegaba a casa en aquellos momentos y creyó que había sido yo la niña cuya muerte ya se difundía entre las gentes alarmadas.
Por eso, esa mañana de domingo quiso bajar conmigo al paseo. Para despejar dudas. Para asegurarme.
Años después, le hice un poema a aquella niña, de la que tampoco supe el nombre. A la que nunca he podido olvidar. El poema lo incluí en mi poemario Piel.
Aún te recuerdo niña
un poco despeinada y con los ojos cerrados,
un brazo subrayando un futuro débil y cobarde,
que huyó por alguna esquina de aquel día lento.
El otro brazo se escondía debajo de tu cuerpo inservible,
avergonzado quizá de haber escapado de la seguridad
del último verano.
El autobús frenó a cierta distancia,
lleno de rostros desencajados y temblones.
Aún te recuerdo niña,
desconozco el color de tu mirada y no sabré nunca
cómo sonreías.
Aún te recuerdo,
siempre niña.
A veces, he vivido por ti,
he amado en tu memoria,
he acogido en mi cuerpo al hombre,
para que tú sintieras la tibieza.
Mis hijos, algunas tardes,
también han sido un poco tuyos,
para que paladearas el sabor
de la dicha.
He devorado primaveras,
he pisoteado otoños, he reído un poco más,
he llorado un poco menos,
he deseado mucho,
en un intento de ofrecerte una porción de biografía,
de vivir por ti.
Aún la recuerdo,
niña sin nombre,
desvalida y rota,
un poco despeinada, exenta.
Se arrimó la noche, distraída e impasible,
y allí quedó su zapato
cavilando el asombro.






jueves, 6 de febrero de 2025

La Rosa de los Vientos

Mi primer contacto con la muerte fue demasiado pronto, aunque no lo viví como tal; yo estaba sentada en el portal de mi casa, en el suelo había, hay, porque fui a visitarla no hace mucho, un dibujo grande de una rosa de los vientos. Aún no sabía qué significaba aquel dibujo, pero siempre me detenía en él, me gustaba pisar todas sus puntas y, creo recordar ahora, que los diferentes vientos, airecillos traviesos, me descolocaban las trenzas y los enormes lazos que me colocaba mi madre.

En los bajos del edificio había una escuela particular, allí fuí, como un periodo preescolar antes de ir al colegio. Las dueñas eran hermanas y vivían en el primer piso. Yo vivía en el segundo. Una tarde, cuando yo estaba sentada en el centro de aquel dibujo, con las piernas cruzadas y mareada por los aires que llegaban de alguno de los treinta y dos puntos cardinales, sacaron una camilla con el padre de las maestras. Iba tapado con una sábana blanca, pero una mano se escapaba por el lateral, vuelta hacia arriba, como pidiendo algún tipo de ayuda. Una de las maestras, que tenía los ojos muy hinchados y se iba sonando con mucho ruido los mocos, me dijo que me fuera a casa. Y yo subí corriendo las escaleras, con una extraña zozobra en el pecho y tropezando con mi madre que ya bajaba a buscarme.
Fue la que me contó luego, ante un tazón de colacao y un mojicón, lo que le había pasado al Sr. Felipe, el padre de las que, más tarde, serían mis maestras. Me dijo que me comiera todo el mojicón, que no le gustaba que bajara tantas veces a estar sola sentada en el portal, me preguntó que porqué me gustaba tanto la rosa de los vientos, me volvió a colocar la lazada de mis coletas y me dejó luego escoger el libro que quisiera de la biblioteca del abuelo.
Pero recuerdo que no mencionó la palabra muerte.
Elegí el libro Corazón, me gustaban mucho las aventuras de aquellos niños italianos. Mi abuelo, aquella noche, me dijo que me podía quedar con él para siempre, que ya era mío. Y ya no volví a pensar en el Sr. Felipe hasta mucho después.





martes, 4 de febrero de 2025

A la manera de mayo y su cuchillo

 Hoy se celebra el Día Mundial contra el cáncer.

Hoy me llegan reseñas guapas sobre mi novela.
La escribí con motivo de mis bodas de plata con aquel maremoto que transformó mi vida. Que me hizo sentarme al borde del camino y mirar hacia otro lado. Fue en mayo y fue dolor. Fue asombro y fue un cambio de planes y de deseos.
La novela ha ayudado, está ayudando, a mujeres en ese trance. Y yo estoy contenta con haberme desnudado en ella.
Así empieza A la manera de mayo y su cuchillo:

"27 de septiembre de 1997
Sábado

Mañana es mi cumpleaños. Cumplo cuarenta y cuatro. Estoy guapa.
Tengo tres hijos, dos chicos, de veintiuno y diecinueve años y una niña de ocho.
Dirijo una tienda en una localidad cercana. Concretamente un videoclub. En ratos libres hago seguros para una correduría. A puerta fría. Me divierte. Se me da bien.
Me veo todas las películas que puedo, o sea casi todas las que entran en mi negocio.
Estoy casada y tengo un perro que se llama Haro.
No paro en todo el día, entre la intendencia de la casa, los dos viajes al video-club, los seguros, los cambios de películas y el horroroso horario de tienda; mis tres hijos, la compra, las comidas, los problemas cotidianos.
Mi marido viaja mucho. Estoy sola.
Tengo un Citroën BX rojo.
Mañana es mi cumpleaños.

Son las tres de la tarde, o las quince horas, da igual, el caso es que mientras espero el ascensor para subir a casa, con dos bolsas llenas de comida, que he dejado en el suelo para darme un respiro, me da por tocarme las tetas y noto un bulto en el pecho izquierdo.
Y ahí comenzó todo".

(Las dos palabras más bonitas del mundo no son Te quiero, sino Es benigno) 






Todas las r

sábado, 1 de febrero de 2025

A.B.C.

 Un fin de semana me fui a casa de unos tíos. De fiesta con mis primos. Me presentaron a sus amigos. Quedábamos en un parque cercano. No hacía frío ni calor, a los dieciséis años se mezclan, alrededor de tu cuerpo, todas las temperaturas del mundo y llegan a tu piel con un aire calmo y excitante. Como de perpetua primavera. Un chico, creo que se llamaba Carlos, llegaba siempre el último y con un bocadillo de salchichón en la mano. Al rato, apenas había dado un par de bocados, se comía el embutido y le daba una patada al pan.

-Si el pan es de Dios, que se lo coma él, decía, mirando el vuelo disperso de la pequeña barrita.
Yo miraba hacia otro lado, avergonzada y sorprendida. En las tres tardes siguientes, hizo lo mismo.
Me dí cuenta, por la expresión del resto de la pandilla, que era la primera vez que lo hacía. Joder, tío, qué bestia, le dijeron algunos de sus amigos.
El lunes por la mañana regresé a mi casa. Había pasado un fantástico fin de semana, pero volvía con un puntito de desasosiego en la tripa, como si hubiera subido a una noria y me hubieran bajado de repente, sin previo aviso.
Mi prima me confesó, días más tarde, que yo le había gustado mucho a su amigo Carlos y, que su forma de intentar deslumbrarme, llamar mi atención, había sido darle el puntapié al pan.
Aquella forma de cortejo y alguna otra casi peor, es lo que encuentro escrito en mis diarios. No he tenido demasiada suerte en el reparto del copiloto. Por eso escribo, por eso busco en la poesía, en las tripas de las palabras, un desenlace cordial, un pequeño arco iris en alguna esquina discreta, intento creer, como dice aquel verso, que el mundo es azul como una naranja.
Esta foto me la hice en un fotomatón uno de aquellos días, a, b, c, son las letras que llevaba bordadas en el pecho.
A,B,C. Es lo que hay. Aunque, rendida ya, creo que seguiré buscando ese pequeño arco iris. Cualquier tarde de otoño.
Antes de irme.