—Hoy vienes sin sombrero— aventura. Y
acierta.
—Pero ¿Cómo puede saberlo, doña Pura? — y me
acerco a darle un beso.
—Porque te veo.
Pura
es ciega. A los veinte años, recién casada y por una infección rara, perdió por
completo la visión. Siempre la encuentro sentada en su sillón de mimbre, al
fondo de la panadería, escuchando su audiolibro o charlando con las clientas. Y
siempre con un rosario enredado entre los dedos. Se reparte la mujer entre los
cuatro hijos que tiene, tres meses con Silvia, tres, con su hijo Mario en
Córdoba y, el resto del año, con sus otras dos hijas que viven en un pueblo de
León.
Según
me dijo un día Silvia, su madre sabe si llevo sombrero o no, por la fuerza del
saludo cuando entro en el local. Si doy los buenos días con un acento más
cantarín y seguro, es que llevo sombrero, si no lo llevo, mi saludo pierde energía.
A veces intento forzar más o menos el énfasis de mi voz, para confundirla, pero
no ha fallado nunca doña Pura. Y yo sigo intentándolo.
Silvia
me hace la señal de silencio, llevándose un dedo a los labios. Se anticipa a la
pregunta que ve en mis ojos. Algo le pasa.
—Qué
pan quieres hoy?
—El
que me des, no creo que me quede ninguno por probar. Lo dejo en tus manos.
Y me tiende una hogaza de sarraceno.
Cuando
ya me iba, después de despedirme de la anciana y sin saber qué hacer con las
miradas raras de mi panadera, Silvia le dice a su madre que sale conmigo para dejar
unas cajas de cartón en el contenedor.
Y allí me lo contó. Que Javier se había ido,
que hace una semana le dijo, después de cenar y de servirse una copa de
armagnac, que no podía más, que no conseguía superar el tema del cáncer, que
tenía mucho reparo ante esa enfermedad, que se bloqueaba, que, a pesar de
sentirlo mucho por ella, de seguir queriéndola y desearle lo mejor, no podía
acompañarla en ese recorrido, que no había terceras personas, que lo perdonara,
que no quería perjudicarla y que se mudaba a casa de su madre, hasta que
encontrara un piso de alquiler.
Se
apoya mi amiga con una mano en la boca del contenedor de papel, por la que
asoman cartones, un par de cajas de zapatos y un montón de revistas atrasadas.
Respira hondo varias veces, con la mano derecha abarcando su garganta, como
protegiéndola, como abortando un grito retenido, y me mira, con unos ojos que
no miran, esperando una explicación lógica a su desconcierto. Luego se queda
con la cabeza baja, mirándose los zapatos, moviéndolos con precisión, hasta
colocarlos uno al lado del otro, como si le hiciera falta ese detalle de
simetría para comenzar a comprender.
Silvia tuvo un cáncer de mama. Está controlado,
lo está superando, no ha perdido nunca su buen humor, es optimista, positiva y
está absolutamente enamorada y orgullosa de su marido. Precisamente fue por
este doloroso trance, por el que comenzó nuestra amistad, yo le hablé en su
día, cuando la oí comentarlo, y para animarla, que yo también había pasado por
ese túnel oscuro de la enfermedad, pero que, cualquier mañana, de repente, ves
la luz de la salida y todo queda en un recuerdo, cada vez más vago y difuso.
—Una muesca como otra cualquiera que
añadir en la culata del revólver—, le dije, impostando la voz, como si fuera un
pistolero del lejano oeste, para hacerla reír.
Pero
ahora no sabía que decirle. Pensé en mi sospecha de que algo pasaba la otra
mañana, en su sonrisa frágil cuando entré en la panadería, pensé que no se lo
merecía y más en estos momentos, y pensé que no me había pillado de sorpresa,
que ya me lo esperaba. Había visto en contadas ocasiones a su marido. Guapete,
correcto, culto, seguro de sí mismo, de sonrisa volteriana. Condescendiente,
creído. En fin.
Incluso
pensé alguna vez, viéndole cómo se desenvolvía por la panadería, cómo hablaba
con las clientas, en sus comentarios de doble descarga que tanta gracia le
hacían a él mismo, que era de ese tipo de hombres que ya habría tenido alguna
aventura por ahí. O varias. Un coleccionista. Se le veía el plumero.
Luego me sentía mal por pensarlo, pero mira.
Me
voy, dijo, cuando vio entrar a un par de mujeres en el local, mi madre se va a
preocupar, añadió, secándose los ojos de unas lágrimas que no llegaron a
brotar.
Sólo
pude abrazarla.