Hay un pequeño parque
enfrente de mi casa y, en medio, una
placita redonda con columpios y toboganes para los niños y unos bancos de
madera oscura alrededor. Son siete.
Los miro a veces desde mi
ventana, mientras tomo una taza de café o té y observo la disposición de los
bancos. Se agrupan de dos en dos, dentro
de los cuatro arcos iguales que forman el círculo de la placita, entre las
correspondientes salidas, pero en uno de ellos sólo han colocado un banco. Nunca, que yo recuerde, tuvo un compañero.
Y a mí me da pena su
soledad.
En los días bonitos, a la
hora de la merienda, la plaza se llena de madres con sus niños. Y mientras los pequeños se dejan resbalar por el tobogán o se elevan al cielo en los
columpios, las mujeres charlan entre ellas u hojean alguna revista.
Se ocupan los bancos
contiguos y, rara vez, mi solitario amigo goza de compañía alguna.
Por eso yo le tengo piedad
a mi banco.
El pobre, parece tan triste
que yo, algunas veces me bajo y, sentada en sus brazos de pino, le murmuro, apacible, bonitas palabras.
Si él escucha, si comprende
el idioma en que hablo, ¡qué dulzura tan honda hará nido en su alma sensible de
árbol!
Y, tal vez, a la noche,
cuando el viento se enrede en sus patas, embriagado de gozo le cuente: ¡Hoy a
mi me dijeron hermoso!*
*Idea final y versos tomados del poema
La higuera de Juana de Ibarbourou.