Alicia tiene 36 años, casada, tres hijos
preciosos, una bonita casa y un perfecto matrimonio.
Alicia es feliz, lo tiene todo.
Bueno, como siempre tiene que faltar algo,
como la palabra perfecto es una descarada utopía, lo que le falta a Alicia es
su marido.
Me explico: Domingo es viajante, se pasa
largas temporadas fuera de casa y ella lo echa mucho de menos.
En la urbanización donde viven tienen muy
buenos amigos que ayudan a Alicia en todo lo que pueden cuando su marido está
ausente.
Nuestra protagonista es una mujer muy
limpia y ordenada, le gusta tener su hogar perfecto. Pero ya advertí que la
perfección no existe y, por eso, cuando Alicia descubrió aquella mañana una
brecha en los azulejos de su cocina se puso de los nervios. ¡Y su marido en
Francia!
Acudió en su ayuda Tomás, el vecino del
chalet de la izquierda según se mira desde la calle.
Eran las once de la noche y su marido,
como cada día, la llamó para preguntar por los niños, las novedades y para
ratificar con claves secretas lo mucho que se querían.
—¿Qué tal amor?— susurraba Domingo
dulcemente.
—Muy bien cariño, los niños ya están en la
cama y a mí ya no me duele la cabeza. Pero hoy he descubierto en la cocina que
tengo una raja y Tomás se ha ofrecido a tapármela. Ya ha terminado y estoy
contentísima.
Domingo iba a replicar pero había echado
pocas monedas en el teléfono público del hotel y se cortó la comunicación.
Los viajes de Domingo duraban veinte días,
más o menos, y hacia la mitad Alicia ya se ponía nerviosa, con ganas de verle.
Así que se ponía a limpiar, a colocar, a
tener todo en orden, para no pensar, para que el tiempo pasara más rápido y
para que cuando su marido volviera encontrara la casa muy acogedora.
Y en esto estaba cuando, al intentar
colgar un bonito cuadro en la pared del dormitorio con la Black&Decker,
calculó mal el tamaño de la broca e hizo un agujero monumental.
—¡Dios, qué horror!—, compraré cemento
para taparlo, ¿o es yeso lo que hay que dar?
Preguntó al jardinero que tenían en la
urbanización para el mantenimiento de las parcelas y el muchacho prometió ir a
echar un vistazo cuando acabara la jornada.
Domingo, a las once en punto, como un
novio quinceañero, llamó a su dulce mujercita para hablar con ella. Esta vez
desde Amsterdam.
— ¿Qué tal va todo?—le preguntó con
interés.
—Estupendamente cariño, todo va bien,
Dieguito ha sacado un nueve en el examen de inglés, David ha ganado una copa en
karate y a Patri ya le ha salido un diente. Están todos en la cama, dormiditos.
Yo estoy aquí en el dormitorio con Carlos, el jardinero, que se ha ofrecido a
taparme el agujero que tengo en… pi, pi, pi…
—¡Maldita sea! Estos teléfonos del
extranjero son una mierda— se lamentó Domingo. Se había chupado en un momento
un montón de florines y no le había dado tiempo a acabar la conversación con su
mujer, es que no la había entendido bien, ¿qué habría querido decir?
Quedaban pocos días para el regreso de
Domingo y Alicia estaba exultante. Se fue al mercado para hacer una buena
compra y no tener que salir en todos los días que su marido estuviera en casa,
pues tenían que aprovechar cada segundo para estar juntos.
Pronto se iría otra vez de viaje.
Primero paró en la charcutería, hizo
acopio del jamón que le gustaba a su Domingo, del queso mantecoso con que
acababa siempre la cena y de butifarra.
También pidió cuarto de chorizo blanco, en
rodajas, pero Alicia se percató, desesperada, de la pequeña pieza que
el dependiente había cogido y, contrariada y nerviosa, le gritó:
—¿Me va a tocar el culo?
A Alicia le pareció que los charcuteros
estaban contentos, no paraban de reírse esa mañana. Ella también estaba
contenta y tenía prisa, así que pasó enseguida a comprar en la pollería de al
lado. Pidió dos pollos de buen peso, especificando con claridad al pollero:
—Me los hace trozos, pero no me toque la
pechuga que a mi marido le gusta entera.
También notó alegría en los dos chavales
que despachaban y cuando les preguntó si tenían huevos gordos, las risas eran
ya franco alboroto.
Cómo se nota que es sábado y se preparan
para la juerga, pensó nuestra amiga.
En el puesto de la esquina le preguntó al
carnicero si le quedaban criadillas.
—Cada vez menos, hija, pero todavía me
queda algo— le respondió, guiñándole el ojo a su ayudante.
A continuación le pidió rabo, le haría a
su marido unas buenas judías y el carnicero le aseguró, siempre sonriente, que
de eso sí tenía bastante.
Era un día de primavera cuando Domingo
volvió de su viaje y, antes de llegar a su hogar, se pasó por el centro
comercial donde su mujer solía ir y en la floristería compró un enorme ramo de
rosas. Los comerciantes le saludaban y, conocedores de sus largas ausencias, le
gastaban las consabidas bromas al respecto.
Domingo salió del hipermercado pensativo
por los jocosos comentarios y, al llegar a casa, cuando, después de un largo
beso, su mujer, agradecida y oliendo con fruición el ramo, le comentó lo mucho
que le gustaban los capullos, nuestro amigo ya tenía claro que, por una larga
temporada, se dejaría de viajes.
Su mujer era estupenda, su matrimonio
modélico, pero a Alicia, a su querida Alicia, le estaba traicionando
descaradamente el subconsciente. Se
cogería unas vacaciones. Tenía mucho que hacer en casa, había mucho trabajo atrasado.
Empezaría esa misma noche.